Blog_CubaSigueLaMarcha

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jueves, 11 de septiembre de 2014

¿Qué cultura debemos salvar?

El artículo “Nosotros, ¿nuestros recolonizadores?”, de Iroel Sánchez, publicado en su blog La Pupila Insomne, refuta una convocatoria que el autor testimonia haber oído no en una cháchara de barrio, sino en el Noticiero Nacional de Televisión Cubana, espacio que los enemigos del quehacer revolucionario considerarán especialmente supervisado y controlado de cerca por el poder político y sus instituciones de vigilancia ideológica.
A propósito del inicio del nuevo curso escolar en Cuba, la convocatoria citada reclamó que las universidades formen “profesionales competitivos”, lo que el articulista interpreta así: profesionales “no competentes, no solidarios, no humanistas, sino competitivos, esa categoría que el neoliberalismo ha trasladado de las empresas a los seres humanos como si de mercancías, o peor aún, perros de pelea o caballos de carrera, se tratara”. Lo más grave es que tal interpretación tiene peso de realidad. Las palabras portan pensamiento, y competitivo remite al pragmatismo economicista que pudiera convertirnos en lo contrario de lo que hemos proclamado que aspiramos a ser.
No han faltado indicios o brotes de ese peligro, que deben conjurarse no porque el enemigo pueda utilizarlos, sino porque le hacen daño al país, aunque a veces pasen inadvertidos en los agobios y las prisas de la ardua vida cotidiana. Algunos habrán sido hasta estruendosos, y no pocos habrán tenido aliados en trabas burocráticas; pero ninguno merece que se le regalen complicidades involuntarias. Sin ignorar malas yerbas aisladas, como ojalá fueran los obstáculos aludidos, estemos atentos contra prados de ellas que puedan prosperar al amparo de la necesidad de alcanzar la eficiencia económica, cuyo mayor crédito, si no único válido, sería asegurar un funcionamiento social basado en la civilidad y la ética, en el cultivo de los valores espirituales.
Antes de que el avispero neoliberaloide se revuelva contra lo que aquí se dice, aunque es sabido que se mantiene permanentemente revuelto, quede claro que ni al autor del artículo citado ni al de estas líneas se les ocurriría pensar que podemos darnos el lujo de formar profesionales ineptos. Se trata de algo muy diferente. Para solo aludir a la educación en general, y a la universitaria en particular, el ideal que no pasa de formar profesionales competitivos  —es decir: empresarios pragmáticos—, y resta importancia a su integralidad, ¡ni hablar de carreras humanísticas!, es central para el Plan Bolonia en Europa, y para otros similares que, comoquiera que se les llame, el neoliberalismo promueve en todas partes.
En Cuba no han faltado voces —ni en encuentros juveniles convocados por organizaciones políticas, ni entre alumnos, adulticos ya, en cursos universitarios de posgrado— que expresen su deseo de que aquí se aplique en la enseñanza la privatización que en otras naciones ha suscitado la rebeldía de movimientos estudiantiles, como el de Chile, país cuyo sistema de instrucción está entre los que dichas voces han defendido como ejemplo. Al invocar la presunta superioridad de las universidades privadas, se desconoce la presencia en ellas de déficits que se han denunciado en distintas naciones, y al creer que la privatización es una panacea, se olvidan logros que por la vía social alcanzó Cuba, donde tanta sangre y tanto esfuerzo costó vencer el analfabetismo y establecer la educación pública universal.
Eso le dio al país un crecimiento científico reconocido por numerosas instituciones internacionales de distintos signos ideológicos. Los problemas que hoy puedan señalarse fundadamente en la educación cubana, son inseparables de los que tiene la sociedad en su conjunto. Sería criminal culpar a la masividad, propia de una orientación de veras popular. Las causas de que el fraude cause estragos hasta en las universidades, se podrán hallar en el deterioro de la ética, y hasta en nobles ilusiones que entronizaron el promocionismo. Pero Cuba —lo han apreciado también instituciones internacionales— no es, ni con mucho, el mayor ejemplo de corrupción en este planeta, ni están libres de fraude países donde, junto con la corrupción sistémica, impera y crece el carácter privado de la educación, y de todo.
El culto a la propiedad privada conduce a otro: el rendido a la ley del más fuerte. Los  neoliberales, tan hostiles a lo que se hace en Cuba, cuando les conviene esgrimen el criterio de distribución socialista: cada quien trabaja de acuerdo con su capacidad, y se le remunera en correspondencia con los resultados de su labor. No dicen, sin embargo, que para los ideólogos del socialismo, y en general para las personas justicieras y conscientes de la realidad en que tal norma se inscribe, esta puede ser necesaria por diversas razones, como lo mucho heredado del pragmatismo capitalista y la insuficiente asunción de la propiedad social; pero es expresión de una etapa, no el fin buscado. Una cosa es reprobar el llamado igualitarismo y otra considerarlo más dañino que las desigualdades, las cuales acaban siendo promovidas en función de que, en la competencia, el premio lo reciba quien primero llegue a la meta. Pero la sociedad en su conjunto no es una pista de carrera.
Tampoco hoy están solas las ideas justicieras. Entre sus defensores cuenta el chilenoMarcos Roitman, de quien Sánchez asume palabras como estas: “el éxito cultural del neoliberalismo ha consistido en hacer de los proyectos sociales democráticos, emancipadores y socialistas, una opción individual de mercado”. La cita es más extensa, pero desde esa parte apunta a un hecho básico: el asunto en discusión pasa por elementos políticos, económicos, sociales, jurídicos…, pero es, en su abarcamiento y en su médula, un hecho cultural. Para la reflexión que ello suscita se requiere mayor espacio. Solamente recordemos el llamado a salvar la cultura hecho por el líder de la Revolución Cubana ante el desastre del socialismo en Europa y el establecimiento en Cuba del denominado período especial, que, si bien ha cedido, perdura de distintas maneras.
A veces se tiene la impresión de que aquella convocatoria se cita desde un entendimiento superficial de lo que significa la cultura. En ella tiene un lugar específico, pero con interrelaciones que la permean y la desbordan, lo que gremialmente se entiende por cultura, un concepto más o menos limitado a lo artístico y literario, y, para algunos, de preferencia al mundo del espectáculo. No hace falta poner en duda que el líder pensaba también en esas áreas culturales al hacer el reclamo citado, pues grandes han sido las inversiones del país en ellas de 1959 para acá.
Pero el reclamo las desborda, y en su amplitud sigue demandando salvar la cultura justiciera, solidaria, con valores de hondo contenido humano y humanitario —no solo humanista en el sentido profesional— por la que viene abogándose, para no ir más lejos, desde La historia me absolverá. Esa fue una de las razones, si no la principal, por las cuales cupo declarar que José Martí había sido el autor intelectual de los sucesos del 26 de julio de 1953, aserto aplicable también a la obra revolucionaria iniciada con ellos.
Es asimismo necesario salvar, por ejemplo, el arte —importante como otros— de las maracas, el tres y los bongoes. Pero ese arte puede también existir en un sistema social injusto. De hecho, no se fraguó ni se definió precisamente dentro del afán de construir el socialismo, aunque al calor de ese afán el apoyo a las expresiones artísticas experimentó no solo un salto cuantitativo sin precedentes en la nación, sino también cualitativo: se trata de un aporte de clara voluntad popular, no regido por dividendos económicos, sino por la utilidad social, que ha de seguir siendo la brújula, aunque el asidero económico resulte indispensable.
No se permita, ni en nombre de la necesaria eficiencia organizativa y económica, que se levanten contra la espiritualidad muros frustrantes. Dentro de la producción artística y literaria habrá expresiones que, por ser más rentables en términos de economía —la cual no ha de esgrimirse para menospreciar lo propiamente cultural, estético, formador—, puedan aportar dividendos para el sostenimiento de otras. Pero no serán las ganancias dinerarias el índice para mantener o desmontar una manifestación artística determinada.
Una buena revista, digamos, cumplirá una función social más importante que el monto de sus recaudaciones, y no será su precio lo que pague su producción. El país está por desarrollar en plenitud, sin desbocarse por los despeñaderos del mercantilismo, el funcionamiento empresarial y el papel de la publicidad. Pero no serán los ingresos el cartabón para decidir que una publicación se mantenga o se cierre. Quizás una revista pornográfica se autopromueva y se venda más que una de poesía, o de ciencia.
Sin espiritualidad, ningún experimento revolucionario valdrá la pena. Ella nos hace distintos de los seres irracionales, y debe cuidarse desde el centro y desde los mayores niveles de dirección de la sociedad. Hoy se ve defendida ostensiblemente por personas que desde el punto de vista ocupacional clasifican como intelectuales, condición que los pragmáticos economicistas menospreciarán, mostrando con ello ignorancia, pues intelectuales son también ellos, mientras no se demuestre lo contrario. La realidad es más importante que las clasificaciones, por útiles que estas resulten. El autor rinde homenaje a la profesora Beatriz Maggi, quien solía decirle a su alumnado universitario: “Ustedes van a ser intelectuales, pero no se confundan: intelectual no es sinónimo de inteligente”.
Si no se insiste más aquí en ese punto, es por no parecer que se aprueba la gris chatura antintelectual que de cuando en cuando aflora entre nosotros. Frente a eso, lo más provechoso será poner en práctica, de modo orgánico, no ocasional y consignero, el pensamiento justiciero, emancipador y lúcido que el país necesita, como el resto del mundo. Defenderlo corresponde a todas las personas que lo abracen, sean cuales sean sus ocupaciones, pero en ello una responsabilidad particular les toca a los dirigentes y funcionarios de la política y la economía, también intelectuales, pues trabajadores manuales no son, aunque participasen en tareas voluntarias en la agricultura, la construcción y otros frentes, si todavía se hicieran.
Aún es pertinente recordar dos anécdotas a propósito del título —“Nosotros, ¿nuestros recolonizadores?”— del texto de Iroel Sánchez. Con motivo de la visita de uno de los papas que han venido a Cuba, una voz de los medios del país apuntó que —de acuerdo con el material de que está hecha— la estatuilla de la Virgen de la Caridad llegada al Santuario del Cobre es obra de un indígena evangelizado, ¡y lo dijo con alborozo! ¿Ignora lo que significó para los aborígenes la evangelización forzosa a la cual se les sometió como parte de planes de dominación reciamente orquestados? La segunda anécdota puede pasar sin comentario. Otra voz de los medios públicos nacionales habló sobre la fundación de una de las villas del Oriente cubano, y la atribuyó, ¡con júbilo!, a “nuestro primer conquistador”.
Ojalá tales anécdotas sean hechos aislados, no asomos de fallas culturales por donde puedan entrar, o seguir entrando, peligros opuestos a la plena construcción de una república revolucionaria. En ella las desigualdades pueden ser inevitables, pero sería pavoroso que, lejos de suscitar preocupación, acabáramos aceptándolas, o aplaudiéndolas, como fruto de un mandato divino o natural incontestable. A diferencia de las otras especies animales, la humana puede ir más allá de los instintos reproductivos y de sobrevivencia, y plantearse metas que, aunque parecieran inalcanzables, o incluso especialmente por parecerlo, requieren el decidido concurso de los seres humanos de buena voluntad.
Los medios de comunicación hegemónicos se las han arreglado para desprestigiar las ideas  emancipadoras identificándolas como utopías, en el más devaluado sentido del término. Desafiarlos puede hacernos pasar por tontos ante quienes hayan decidido pensar y actuar, vivir, en función de sus intereses individuales, de su bienestar personal, en busca de un exitismo egoísta divorciado de la ética, contra el cual se erige el legado de los pensadores que han encarnado ideales de justicia, Cristo incluido, no solo “comunistas trasnochados”.
Para justificar el individualismo habrá siempre excusas, y a nadie se le puede obligar a seguir el camino de la solidaridad y la vocación de servicio colectivo, ni a convencerse de que los poderes hegemónicos entronizados en el mundo no son ni tienen por qué ser eternos y, sobre todo, no conducirán al triunfo de la justicia. Es más: por el camino que lleva el planeta, su destrucción parece más probable que su salvación. Pero no menos claro que todo eso resulta el hecho de que dejarse empujar, o arrastrar, por los designios de los poderosos, por la inercia de la injusticia social acumulada durante siglos, no será lo que nos permita lograr un mundo mejor, el cambio de rumbo que la humanidad necesita.

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