PENSAMIENTO: ¿Banderas nada más?
Portadores de realidades y conceptos, los símbolos no existen al margen de la historia y el entorno social.
Diversidad sí, desarraigo no: ¿Banderas nada más?
Cada día se ven por todas partes más banderas de distintos países o referencias visuales a ellas, usadas unas y otras como “adornos” en ropa y en artículos disímiles. Abundan en vehículos, desde rastras hasta bicitaxis, pasando por ómnibus, autos de paseo y tractores, hasta como forro de asientos. Tal proliferación viola normas establecidas para su uso.
El modo como se asumen las banderas tiene raíces, motivaciones y alcances significativos. Han tenido alto valor en la representación y la movilización de colectivos humanos, y lo han aprovechado religiones y poderes, como las Cruzadas, que, en el fondo, el expansionismo colonialista europeo extendió. Diferente es el influjo irradiador que para los pueblos de nuestra América, y para otros de similar historia, tienen sus banderas nacidas en las luchas por la independencia, proceso contrario a los designios de los conquistadores y sus herederos directos.
Entre los conceptos vinculados con las banderas descuellan otros que florecieron en el siglo XIX y han llegado por caminos varios a nuestra época, asociados también con ideas de hoy, o con ausencia relativa de pensamiento. El internacionalismo, que calzó principios sembradores, en el auge de la lucha de clases propagó asimismo el criterio de que los obreros no tenían patria.
Ese aserto, en pueblos para los cuales el patriotismo ha sido un valor básico, puede escocer; pero se erigió sobre bases: la emergente burguesía –que llegó al poder usando a los trabajadores como tropas armadas–, y aquellas otras clases que mantuvieron sus privilegios feudales, eran las dueñas de todo: de una totalidad que incluía, junto con los símbolos que los representaban, los estados nacionales regidos por ellas.
Metrópolis van, metrópolis vienen
Así se llegó a la realidad propia de las potencias opresoras, tanto las coloniales de viejo sello como las imperialistas, a menudo también con colonias a la antigua usanza. Contra una potencia del primer grupo, España –que José Martí calificó de filicida y todavía hoy en la estela colonialista algunos siguen llamando “la madre patria”–, le tocó a Cuba protagonizar una intensa y larga lucha de liberación. La victoria que merecía se la arrebató en 1898 la intervención de una potencia de nuevo tipo, los Estados Unidos, hija putativa de la Gran Bretaña colonialista que había pugnado exitosamente con su rival ibérica.
Desde hace tiempo España tiene menor poderío que esas dos potencias, pero sigue siendo, como las otras dos, una nación que se constituyó haciendo uso del llamado “derecho de conquista”. Sobre esa historia existen estudios diversos, y conocimiento más o menos generalizado, aunque se oculte, o se quiera ignorar. Razones de peso explican que las banderas de las tres naciones mencionadas, y las de otras, se sientan asociadas a saqueos de pueblos, y a genocidios. Para la generalidad de los respectivos pobladores que ellas representan oficialmente, carecen del valor afectivo que para los suyos guardan las que se distinguen por encarnar sacrificios en pos de la libertad.
Para conocer esa realidad –en general, y concretamente la de aquellas tres potencias– el mundo tiene una fuente de primer orden en un legado que para cubanas y cubanos ofrece, además, comunicación especialmente familiar: los textos de Martí. Aportan una interpretación luminosa de los nexos entre Cuba y España, de la historia de las potencias colonialistas europeas en su conjunto, y de sus acciones contra otros pueblos. Con especial claridad previsora esas páginas muestran la emergencia, en Norteamérica, del poder imperialista que ya se aprestaba a apoderarse de Cuba y de nuestra América toda, y a romper el equilibrio del mundo.
Símbolos y realidades
Con respecto a las insignias, en particular, de los Estados Unidos y de España, ambos de directa significación para su patria, Martí legó consideraciones cardinales, como suyas. En el pórtico de Versos sencillos se refirió a las maniobras del primero de esos países en “aquel invierno de angustia” de 1889-1890, cuando sesionó, en Washington, la conferencia internacional que marcó el nacimiento, a gran escala, del panamericanismo imperialista. En ese texto plasmó su crispación ante la imagen del águila estadounidense apretando “en sus garras los pabellones todos de la América”.
El águila, que en ese caso simboliza, más que altura, voracidad, no está en la bandera de los Estados Unidos, pero sí en su escudo, y en su relación con el mundo. Las realidades de aquel foro, ocultas para otros, él las denunció en crónicas, discursos y cartas, y le provocaron el malestar físico por el que tuvo que hacer el reposo durante el cual escribió el citado poemario.
Sus estrofas entregan un recuento autobiográfico del revolucionario que en 1895 llegaría con documentación haitiana a Cuba para incorporarse a la guerra que él contribuyó decisivamente a preparar. Al recrear el espectáculo, que él disfrutó en Nueva York, de la célebre bailarina española, testimonia en ese libro: “Han hecho bien en quitar/ El banderón de la acera;/ Porque si está la bandera,/ No sé, yo no puedo entrar”.
La historia de las potencias y su actitud hacia pueblos oprimidos por ellas no acabó en el pasado: vive y se manifiesta de disímiles formas. Encima de quien lo señale caerá, entre otros, el avispero de cosmopolitas ultramodernos apasionados de la globalización, quienes rabiarán contra lo que huela a patriotismo revolucionario y reverenciarán la aldea global diseñada por los poderosos.
Tal es la imagen del mundo que quieren vender, ayudados por sus cómplices, los cabecillas de maniobras encaminadas a dominar –desde sus bases comerciales, militares y mediáticas instaladas también en aldeas, aunque sean de gran tamaño– las aldeas todas del planeta. En sus ardides son capaces de revolver aviesamente, o buscar que otros los esgriman, hasta los postulados de un internacionalismo contrario a ellos desde la médula.
Diversidad sí, desarraigo no
Aunque en profunda crisis sistémica, el capitalismo conserva fuerza para sobornar y confundir. No es casual que por todas partes pululen las banderas de países poderosos, señaladamente la británica y la estadounidense, y también la española, no la de la república asesinada por el nacionalismo fascista y terrorista, sino la del león colonialista y monárquico.
Los juegos olímpicos celebrados en Londres en 2012 sirvieron, entre otras cosas, para producir enormes cantidades de banderas británicas. En Cuba su arribazón podía parecer una forma de celebrar los 250 años de la toma de La Habana por los ingleses. La presencia de esas banderas en todo tipo de objetos perdura, y quizás refuerza la multiplicación de otras.
Salvo las excepciones señaladas, las fotos que ilustran el presente artículo fueron tomadas en seis provincias cubanas, aunque no se indique la procedencia, pues no se trata de subrayar particularidades, sino una realidad que se generaliza. El texto no intenta agotar el tema, que daría para una investigación multidisciplinaria.
El fin principal de la indagación no debe ser la validación de prohibiciones. Quede eso dicho en previsión del avispero anunciado, aunque toda sociedad necesita controles y restricciones. Urge propiciar y fomentar el adecuado pensamiento ante la marcha del mundo en general, y en esa tarea corresponde un papel insustituible a la información y a la educación. No todo puede fiarse a proscripciones, ni dejarse a la espontaneidad y la inercia.
Para pueblos como el cubano el concepto de patria tiene una significación vital. La legitimidad de sus luchas por la independencia la avaló la propia incorporación a ella del incipiente movimiento obrero. Hasta el anarquismo dio aquí pruebas de comprender que, si los obreros no tenían patria, su mejor alternativa sería conquistarla. Esa fue una de las mayores lecciones dadas por el gesto de activistas obreros como José Dolores Poyo, Serafín Bello y otros que, seguidos por numerosos compatriotas, colaboraron con Martí en la fundación del Partido Revolucionario Cubano, apoyo en el que también sobresalieron el marxista Carlos Baliño y el socialista Diego Vicente Tejera.
Dignificación de un símbolo
Lúcidamente en guardia contra el autonomismo y el anexionismo, Martí señaló el derrotero seguido por la enseña que llegó a encarnar los ideales de la verdadera independencia. En “El 10 de abril”, artículo de 1892 publicado en Patria, se refirió a la Asamblea de Guáimaro, de la que en 1869 nació nuestra primera República en Armas, y dijo que allí “el pabellón nuevo de Yara”, “la bandera nueva que echó al mundo Céspedes”, cedió, “por la antigüedad y por la historia, al pabellón, saneado por la muerte de López y de Agüero”. Sí, porque enarbolando esa bandera se había echado “a morir con los Agüeros el Camagüey”.
En el pórtico de Versos sencillos había repudiado Martí el anexionismo de Narciso López. Sabía que la muerte de este, a raíz de la expedición en que trajo la bandera a Cárdenas en 1851, fue una de las que sanearon esa enseña, de la que dijo Martí en su discurso del 17 de abril de 1892 en el Hardman Hall neoyorquino, recién fundado el Partido Revolucionario Cubano: “No levantamos aquí bandera nueva, sino que ondeamos otra vez la bandera de los padres”. La dignificaron definitivamente los patriotas que habían confirmado y seguirían confirmando que el rojo del triángulo honra la sangre derramada para lograr la plena independencia.
Para Cuba su bandera está indisolublemente asociada al sacrificio y el heroísmo, como el Himno Nacional, surgido del independentismo indoblegable. Es un deber cultivar el respeto amoroso hacia ambos, y ello conduce a fomentar también el respeto a los símbolos de otros pueblos, si se sienten representativos de estos, y a no rendir culto, ni en apariencia, a los que puedan verse como emblemas de fuerzas conquistadoras.
Las reglamentaciones sobre el uso de los símbolos patrios deben acendrar el respeto que ellos merecen, no propiciar que, de tan intocables, acaben resultando ajenos. No se estimule que cubanos exitosos se sientan con derecho a estampar su firma sobre la bandera. Pero alegra ver que personas jóvenes, y no tan jóvenes, llevan al cuello escarapelas que la representan y, aunque no sean de óptima factura –mejorarlas sería una meta útil–, recuerdan la que traía Martí al caer en combate y, según lo sabido, había pertenecido a Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria.
Patria y humanidad
Tan injusto y frustrante como convertirlos en dogma y justificación de aislamiento sería olvidar los versos en que, ante la imagen del pabellón estadounidense impuesto por la interventora potencia norteamericana, Bonifacio Byrne exclamó: “Que no deben flotar dos banderas/ Donde basta con una: ¡la mía!” De ella dice: “Orgullosa lució en la pelea,/ Sin pueril y romántico alarde;/ ¡Al cubano que en ella no crea/ Se le debe azotar por cobarde!”.
Cuba ha dado pruebas de un internacionalismo ejemplar. Pero antes que ver a cubanas y cubanos vistiendo camisetas y otras piezas con banderas británicas, estadounidenses o españolas que por distintas vías inundan el país, ¿no sería más estimulante que llevaran la enseña nacional? “Patria es humanidad”, escribió Martí, y añadió: “es aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca y en que nos tocó nacer”. Su sentido de universalidad venía del subsuelo, no de la atmósfera.
No nos confundan los cosmopolitas que, aunque diciendo otra cosa, vengan a proponer una diversidad desarraigada. Más atendible es el disgusto de una compañera latinoamericana ante jóvenes de Cuba envueltos en la bandera de Alemania para celebrar, en el coliseo de la Ciudad Deportiva habanera, el triunfo de aquel país en el reciente campeonato de fútbol dirimido en Brasil.
Además de las banderas foráneas ya mencionadas, otra que abunda en nuestro entorno es la canadiense. En el caso de las latinoamericanas, una apreciación que podría someterse a prueba estadística sugiere que la de Venezuela ha tenido el atractivo que le viene del proyecto bolivariano y la relación de este y su líder Hugo Chávez con Cuba, su pueblo y su Revolución.
Más allá de los goles
Fuera de esos ejemplos, quizás la presencia que alcanzan otras banderas latinoamericanas se relaciona, en especial, con el prestigio que los países respectivos tienen en el reino del futbol. Y este, más que el deporte que debe y merece seguir siendo, parece constituir crecientemente una forma de opio de los pueblos: un opio que remite a las alucinaciones de la globalización y al culto del dinerismo, en dimensiones que difícilmente se expliquen por la importancia de los goles para la humanidad, y con esperanzas que actualizan a gran escala aquella ilusión propulsada con un lema comercial y político: “Usted sí puede tener un Buick”.
Ahora un héroe del futbol –otros deportes requerirían comentarios similares–, un crackafricano, pero triunfador en Europa, se puede establecer en Londres y –no es metáfora ni hipérbole– comprar varios Mercedes Benz para su uso personal. ¿Y qué queda para la generalidad de los jóvenes del mundo, entre ellos también futbolistas? Lo de siempre, el encantador capitalismo tiene una sola cosa mala: no todos pueden ser burgueses y tener un Mercedes.
En lo relativo a las banderas entre nosotros, si se van a violar impune y masivamente las normas que regulan su uso, ¿no sería preferible que proliferasen las cubanas? Para eso, desde luego, su producción tendría que alcanzar las cantidades necesarias, y una distribución adecuada a tal fin, con precios asequibles para el pueblo trabajador.
Mercados vacíos de banderas cubanas favorecen el uso indiscriminado o la invasión de banderas de cualquier otro país, llegadas ya se sabe cómo. Pero no son de cualquier nación precisamente, sino de las poderosas, que con recursos variopintos venden su imagen, su discreto encanto. En el mar de banderas que pululan, ¿se ven acaso algunas de países de África, donde están muchas de nuestras raíces? Frente a excesos y déficits, estimula ver que una joven –pudiera ser también un joven– en una institución del país pinta o hace pintar en su rostro la bandera patria, y no de otras naciones, o de equipos deportivos de otros países.
Tampoco se trata de que la bandera cubana se convierta en imagen para diseñar chancletas y ropa interior, o toallas para secarse todo. Eso se hace en países donde el mercado manda mucho más que el espíritu, mucho más que los valores patrióticos y la emancipación humana, mientras la manipulación del patriotismo justifica masacres “en cualquier oscuro rincón del mundo”.
Melodías celestes
Hace pocos años circuló la imagen de una aspirante de extrema derecha a la vicepresidencia de los Estados Unidos, que posó vistiendo un biquini estampado con la bandera de su país, y apuntando con un fusil. No se trata de apostar a la pudibundez: símbolos son símbolos.
Cuba no está libre del culto a “lo de afuera”, que, propio de excolonias, se refuerza en épocas de crisis material, económica. En ese contexto alcanza un significado específico el hecho de que un establecimiento privado se “engalane” con un pedazo de bandera británica –tal vez porque los propietarios no consiguieron una completa–, y se haga llamar Txiringuito. Así asume la versión en eusquera, lengua vasca, de chiringuito, vocablo que atendibles acarreos lingüísticos identifican como nacido en Cuba, y llevado de aquí a España. En otros lares pueden adaptarlo a distintos idiomas; pero, para nosotros, es natural que siga siendo chiringuito.
Pero acaso más alarmante que transformar sin necesidad esa palabra sea que un hotel cubano, no precisamente de propiedad privada, ostente numerosas banderas y por ningún lado aparezca entre ellas la del país. Hoy en La Habana el blasón del Futbol Club Barcelona (el Barça) puede verse lo mismo en un almendrón particular, compartiendo espacio con la bandera británica, o con otra, que ondeando en la antena de un automóvil estatal. Son signos visuales que no cabe considerar al margen del pensamiento; y, si respondieran a la ausencia de él, requerirían mayor atención aún.
No sobra insistir en que la llamada desideologización no es tal: ninguna persona normal vive sin ideología, aunque lo pretenda. Los promotores del desarraigo procuran desmontar todo pensamiento de raíz y alcance nacionales, emancipador, y sustituirlo por el que conviene a los intereses de la transnacionalización imperialista.
Esta dispone de recursos poderosos para colarse en todas partes, y pasar, ante desprevenidos e incautos, como “el pensamiento moderno”, el conjunto de ideas que no parecen tales, sino melodías celestes válidas para poner en el reino de la moda, también regido por los poderosos, a quien pueble con ellas su cabeza.
En fotos
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(Tomado de la revista Bohemia)
Por: Luis Toledo Sande
Artículos de Luis Toledo Sande
Escritor, poeta y ensayista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas y autor, entre otros, de “Cesto de llamas”, Premio Nacional de la Crítica. Mantiene el blog http://luistoledosande.wordpress.com/
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