Blog_CubaSigueLaMarcha

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martes, 7 de octubre de 2014

Estado Islámico pone un cuchillo al cuello del Islam

Como si la islamofobia y la discriminación no hubiesen herido demasiado, el nombre de este movimiento extremista daña a la comunidad musulmana igual que sus sangrientas agresiones
Reviviendo viejas ignominias de este mundo, los fanáticos del Estado Islámico (EI) marcan las casas de los cristianos con una N (de nazareno) para identificar los blancos de sus ataques. La vida en Mosul —que en 2003 tenía 35 000 cristianos y ahora apenas cuenta con 3 000— se ha convertido en un calvario gracias a un movimiento que parece asumir, y pretende imponer, que la fe entra con sangre.
Ametrallamientos, destrucción de templos chiítas, agresión a minorías, decapitaciones públicas y vista obligatoria de ellas, venta de mujeres y hasta de niñas, y todo tipo de vejaciones personales componen el «ritual» diario de esta formación cuyos métodos violentos (incluso contra otros musulmanes) han concitado la crítica hasta de Al Qaeda, la oscura organización de Osama Bin Laden.
Un documental de Vice News —el único occidental permitido desde adentro de la milicia, según se afirma— recogió hace poco las palabras de un combatiente del EI: «Juro por Dios, el único Dios que existe, que la única manera de hacer cumplir la Sharia es mediante las armas».
Porque ahí está el centro de la mentira, los musulmanes del mundo se ocupan por estas fechas de aclarar que la Sharia (Ley Islámica) nada tiene que ver con la huella de sangre que deja este Estado «Islámico».

Contra la suplantación de la fe

En El Cairo, el Instituto Dar Al-Ifta, principal autoridad egipcia para orientar a los musulmanes sobre el espíritu y la vida cotidiana, lanzó una campaña en la web para exigir al Estado Islámico que no emplee ese nombre. Más lejos, en Gran Bretaña, la reciente campaña en las redes sociales «No en mi nombre» se empeñó a fondo en dejar claro que el EI se esconde bajo un falso Islam.
En ese sentido, Hanif Qadir, fundador de Active Change Foundation, lo ha dicho sin medias tintas: «Los jóvenes musulmanes británicos están hartos de la propaganda de odio» de tales extremistas. Y Kasam Shaikh, un usuario de Twitter, afirmó con toda pertinencia que «el terrorismo no es una religión».
Frente a tanta sangre sin dique, y en paralelo a una estrategia occidental de eficacia incierta, los musulmanes auténticos se afanan en salvar de la suplantación una religión y una cultura que desde mucho antes ha estado castigada por lesivos estereotipos.
Para el Gran Mufti de Arabia Saudita no hay dudas de que el EI es «archienemigo del Islam». Y no es el único que así piensa. Ghaleb Bensheij, presidente de la Conferencia Mundial de Religiones para la Paz, lamenta que «las palabras del Islam hayan sido confiscadas por criminales y terroristas», y coloca un ejemplo harto elocuente: «Yihad es un esfuerzo en el camino de Dios; ahora la convierten en sinónimo de barbarie».
Esa denuncia coincide con la reciente carta de 126 líderes musulmanes de todo el mundo al «califa» Al Bagdadi y a sus hombres, en la que les señalan: «Habéis malinterpretado el Islam». También les recuerdan que las matanzas y persecuciones violan todo precepto musulmán. Los ulemas pidieron también al público que no emplee el término Estado Islámico porque sigue el camino torcido de ese grupo.
Entonces, ¿qué es este movimiento? Ante semejante horror, el concepto es lo de menos. Es una amenaza global, una vergüenza, pero Abdelasiem el Difraoui, autor del libro Al Qaeda a través de la imagen, lo ha definido, con la mayor síntesis, como «…una secta que no tiene gran cosa que ver con el Islam».
La ofensiva de paz contra estos extremistas —que persigue además reivindicar los valores de una enorme comunidad internacional— ha tocado muchos puntos. Hace poco, en hecho inédito, la Gran Mezquita de París unió a musulmanes, cristianos y judíos en la condena a la violencia fundamentalista en Iraq y Siria. Justo en París, un vocero de la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia, declaró que sus miembros no desean verse asociados «ni de cerca ni de lejos, a los crímenes terroristas».
En Londres, el Doctor Shuja Shafi, secretario general del Consejo Musulmán de Gran Bretaña, consideró que los argumentos del EI «han sido largamente refutados al estar muy lejos» de nuestra religión, y hasta David Cameron ha tenido que admitir, en afirmación que encierra más que cinco palabras, que «no son musulmanes, son monstruos».

Los cañones, el verbo y el amor

El resumen sería largo. Mientras el Pentágono dirige —¿quién sabe con cuántas ambiciones?— los ataques desde Washington, la Organización de Cooperación Islámica (OCI), que agrupa a los países de esa confesión, reiteró que el Islam exige justicia, bondad, libertad de fe y buena convivencia. O sea que, por ejemplo, tampoco Barack Obama pudiera nunca «convertirse» al Islam.
Iyad Madani, el secretario general de la OCI, saludó la convocatoria a una Conferencia mundial para buscar la erradicación del EI, pero advirtió que hay que reflexionar sobre causas como la fragmentación de las instituciones iraquíes «a raíz de la intervención de Estados Unidos en 2003».
Nadie puede negar que siglos de ojeriza tienen mucho que ver con lo que sufrimos ahora. Abderrahman Dahman, presidente del Consejo de los Demócratas Musulmanes de Francia, coincide en la falsa «identidad» del movimiento radical y sostiene que la comunidad musulmana europea no se manifiesta más porque está harta de islamofobia y discriminación. En la vecina Alemania, el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung admite la existencia de una creciente hostilidad hacia los musulmanes.
No se puede desconocer que también en el campo de la idea, el Estado Islámico tiene contrincantes. Hace un par de meses, siete dignatarios musulmanes lanzaron en Gran Bretaña una fatua (edicto islámico) en la que decretan que alistarse en este grupo es «pecado». Ciertamente, muchos de los pecadores del EI han crecido en sociedades occidentales.
Los milicianos del Estado Islámico contradicen el espíritu mismo del Corán, el libro sagrado del Islam que establece en sus versículos que «Cualquiera que mate a un ser humano (...) será como si hubiera matado a toda la humanidad, y cualquiera que salve la vida de uno, será como si hubiera salvado la vida de toda la humanidad».
Al final, al principio, el EI —esa energía que tiene el color de su bandera— se entronca en los hechos con la peor tradición antiislámica de Occidente. Mientras sus milicianos matan en Iraq y Siria con armas modernas sacadas del mismo arsenal de la coalición que ahora quiere pararlos, musulmanes pacíficos defienden el nombre y el  espíritu de su creencia.
Hay que creer (de verdad) para ver. En la zona kurda de Erbil y en Dohuk, cientos de refugiados cristianos y de yazidíes cuentan anécdotas de los vecinos musulmanes que, pese a los riesgos, a menudo les salvan la vida.
Algún periódico europeo, dado a buscar los modelos en Occidente, les ha llamado —recordando al alemán que salvó a unos 1 200 judíos durante el Holocausto— «los Schindler musulmanes», pero lo más importante es ver, por ejemplo, que en medio de la violencia un hombre vaya al mercado de esclavas de Mosul y compre a varias mujeres yazidíes… para mandarlas a casa y salvarles la vida.
Si los extremistas le descubren el ardid, su decapitación pudiera ser el espectáculo de cualquier viernes. Podría, literalmente, perder la cabeza por amor. Ese hombre que ama al prójimo —como otros del mundo, sin que importe la letra que otros pongan en su puerta— sí es un musulmán.
Por Enrique Milanés León

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