A mi juicio, más importante que desarrollar y dominar nuestras infraestructuras, resulta reafirmar un pensamiento descolonizador por la vía de generar nuestra propia producción cultural en red, nuestros discursos, nuestras historias de vida, y no de cualquier modo, sino de la manera en que conecte con las personas.
Por Rosa Miriam Elizalde / Como suele suceder con la tecnología, la ciberguerra ha saltado de las novelas de ciencia ficción a la realidad y es ya una de las principales amenazas directas contra nuestra vida cotidiana, y uno de los pretextos de moda para criminalizar a nuestras naciones. Debe ser por eso que poca gente seria en este mundo se hace la pregunta de cuán reales son las amenazas, sino qué puede hacer un país con bajos presupuestos en comparación con lo que asignan a estos temas los industrializados, para defender nuestras infraestructuras críticas y nuestras soberanías.
Todas las naciones están expuestas a los ciberataques. Estos no solo generan elevados costos económicos, sino también, y lo que es más importante, la perdida de confianza de los ciudadanos en unos sistemas que son críticos para el normal funcionamiento de la sociedad: la aviación, la electricidad, la distribución del agua, la transportación, la producción de petróleo y gas, entre otras.
Los datos hablan. Un estudio de la compañía McAfee ha revelado que los delitos del cibercrimen le cuestan al mundo entre 300 mil millones y un billón de dólares al año, cifra que equivale a cerca del uno por ciento del PIB mundial, llegando al nivel de establecidas amenazas criminales como el narcotráfico y la piratería. La Unión Europea tenía en el 2014 cerca de 1 millón de profesionales dedicados a la ciberseguridad, con un presupuesto de 850 millones de euros destinados a Investigación-Desarrollo-Innovación (I+D+I) en ciberseguridad, en el período 2013-2020.
La Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos le dedica a este asunto un presupuesto de 52,6 mil millones dólares, con 107 000 personas dedicadas al tema de inteligencia. Con el cinismo que suele acompañarlo, pero sin que le falte razón, el ex Zar del contraterrorismo estadounidense, Richard Clark, ha afirmado que “si gastas más en café que en seguridad, serás hackeado… Y mereces ser hackeado… Y luego tendrás una úlcera”.
Independientemente de que muchas empresas de Ciberseguridad han hecho su agosto con este negocio, las cifras descomunales revelan algo más importante que los números: los efectos pueden alcanzar a todos los ciudadanos, administraciones, instituciones y empresas del Estado aunque no estén conectados al ciberespacio, como en el viejo paradigma de la guerra total.
De hecho ya se están librando grandes escaramuzas de guerra electrónica. En 2010 el programa nuclear iraní sufrió un duro revés cuando un destructivo virus —Stuxnet— se cebó sobre los sistemas de control de producción industrial del país. El 58 por ciento de todas las computadoras de Irán resultaron infectadas. Dada la complejidad del virus, expertos de todo el mundo aseguraron que únicamente un Estado podría haber dedicado los recursos necesarios para fabricarlo, apuntando directamente a Estados Unidos e Israel.
Edward Snowden también ha aportado abrumadoras evidencias de cómo la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU interceptó los correos de la presidenta brasileña Dilma Rousseff, lo que desató las alarmas en nuestro continente. En un taller similar a este organizado por la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), Claudio Caracciolo, del Centro de Ciberseguridad Industrial de Argentina, alertaba sobre la posibilidad de que un ejército podría tomar todos los dispositivos smart –los Smart Phone, los Smart TV, las cafeteras, las lavadoras conectadas a Internet…-, y usar todo ese poder computacional para atacar. No es la película de la Guerra de las Galaxias IV, podría ser la realidad. El experto advertía que cuando todos los productos “inteligentes” son de importación, es difícil saber si pueden ser utilizados por otros, particularmente en América Latina, con las redes de telecomunicaciones más dependientes del mundo: más del 90 por ciento del tráfico en Internet de la región pasa por servidores norteamericanos; el 85 por ciento de los contenidos digitales de Latinoamérica están alojados en territorio estadounidense.
La incorporación a la comunicación en red de cada vez más estructuras —y más necesarias para la vida cotidiana— supone un gran avance, particularmente si están en función de lo que José Martí llamaba el “mejoramiento humano y la utilidad de la virtud”, pero conlleva también grandes riesgos que, simplemente, no es posible ignorar. Tiene sentido reforzar las inversiones en medios humanos y materiales en este campo, y tiene sentido integrarnos para prevenir y neutralizar estas amenazas, e incluir, por fuerza, la investigación y el desarrollo, y las acciones en el ámbito jurídico.
Llamo la atención sobre otro asunto que a veces no tienen la suficiente comprensión de la comunidad técnica y se enajena incluso de las políticas públicas: la Ciberseguridad no debería ser pensada exclusivamente desde la visión tecnocrática, como territorio exclusivo de los cables y la computadoras. La Seguridad y la Soberanía de un país comienzan por las personas, es cultura, son contenidos. A mi juicio, más importante que desarrollar y dominar nuestras infraestructuras, resulta reafirmar un pensamiento descolonizador por la vía de generar nuestra propia producción cultural en red, nuestros discursos, nuestras historias de vida, y no de cualquier modo, sino de la manera en que conecte con las personas.
Se trata de una carrera en la que, por pura supervivencia, no deberíamos quedar atrás. En el mundo complejo y contradictorio que vivimos, la política de defensa de un país ya no se basa solo en sus soldados, sus barcos y sus aviones, sino también —y cada vez más— en sus medios técnicos y su producción cultural. Por tanto la pregunta no es cuán reales son estas amenazas, sino cuánto nos falta para que, como naciones libres y soberanas, entendamos, dominemos y seamos verdaderamente los dueños de nuestro entorno digital.
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