La política de EEUU, Cuba y la disidencia: ¿aliada o impedimenta? Por Rafael Hernández
¿Se encuentra la entrada a esta carretera en manos de los disidentes, más bien opuestos en muchos casos a la política del 17D?
¿Son los socios de los congresistas cubano-americanos, famosos en EEUU por su catadura ultraconservadora, y padrinos de la disidencia en la isla, el puente entre los emprendedores cubanos de ambas orillas?
¿O las damas que dejan colgada de la brocha de la mediación a la propia iglesia católica?
Por muy despistados que estén sobre la real sociedad civil y política cubanas, resulta increíble que los asesores del presidente de EEUU consideren emisarios viables para el diálogo sobre democracia y libertad en Cuba a la delegación de provocadores que descendió sobre Panamá en el entorno de la Cumbre de las Américas.
Tomado de Cubadebate
Imaginemos a un partido en EEUU que promoviera el cambio hacia un sistema político, económico y social similar al de la República Popular China. Que ese partido, o conglomerado de grupos, careciera de un liderazgo estable o definido, de una ideología coherente, salvo oponerse al orden prevaleciente en EEUU y abrazar el modelo de la RPCh; y que se autodefiniera como la genuina representación de la sociedad norteamericana, aunque no expresara el interés real de ningún sector social en particular. Supongamos que el gobierno chino, como parte de su presupuesto oficial, le otorgara a ese conglomerado cientos de millones de yuanes, para fomentar lo que aquel llamaría un proyecto de “evolución pacífica” hacia un modelo de país que conllevara una relación íntima con China. Finalmente, pongamos por caso que la República Popular estuviera donde hoy queda Canadá, con una población 30 veces mayor y una economía 233 veces más potente que los EEUU, tuviera medio siglo de muy malas relaciones con este país, y que su presidente insistiera en retratarse con los líderes de tal conglomerado.
¿Cómo reaccionaría el gobierno de EEUU? ¿Recluiría a este grupo en la base naval de Guantánamo, sin derecho a juicio o protección legal? ¿Lo consideraría un movimiento pacífico, por el hecho de no incitar a una rebelión armada? ¿Quizás se limitaría a presentarle cargos por colaborar con una potencia extranjera, exponiéndolo solo a varias cadenas perpetuas? ¿O sería posible que lo identificara como oposición legítima, dedicada a ejercer sus derechos civiles, a disentir del orden establecido, a cultivar el librepensamiento y a comportarse como buenos ciudadanos? ¿Aparecerían ante los norteamericanos como defensores de la democracia y el pluralismo, capaces de practicar el diálogo y el respeto hacia los que no comparten sus ideas? ¿O abanderados de la libertad de expresión, mediante medios de difusión no partidistas ni consagrados a negar el sistema, sino a jugar un rol informativo balanceado e independiente de ninguna corriente política? ¿Reconocería entre ellos a líderes políticos e intelectuales, capaces de conducir al país por el camino del desarrollo humano, la independencia, y la democracia ciudadana?
Si se aprecia serenamente todo lo anterior, se apreciará que, incluso si no se aprueba la reacción cubana ante los disidentes, esta no se reduce a simple impulso ideológico, ineptitud para lidiar con el disentimiento, cerrazón mental o pura maldad. Tampoco se podría explicar, naturalmente, por la magnitud de amenaza real que estos representan por sí mismos para la seguridad nacional cubana. El problema no son ellos, sino la política norteamericana que los auspicia, enunciada aún hoy como “traer la democracia y los derechos humanos a Cuba”, y dirigida no a objetivos puntuales, a “los Castros” o la “exportación de la revolución”, sino a transformar el orden social, económico y político del país a su imagen y semejanza (“promote our values”, dijo Obama el 17D).
Desde la Brigada 2506 hasta hoy, el exilio político cubano se ha percibido en la isla como una función de la política norteamericana frente a la revolución. El 17D demostró que, en esa función, no es la cola la que mueve al perro, sino, en última instancia, el perro el que decide. En términos de realpolitik, la pregunta post-17D va más allá de aplicarle a la disidencia los medios con que se enfrenta la subversión (o sea, ponerlos presos); o de hacerlo para poder contar con una pieza de cambio a la hora de negociar con EEUU (quien exige cosas a cambio siempre, por ejemplo, para devolver la base de Guantánamo); o de aplicarles todo el peso de la ley cubana actual, lo que termina convirtiéndolos en víctimas, y mediante cierta prensa continental, en héroes. La pregunta ahora es si esta disidencia le resulta realmente funcional a la política inaugurada por Obama el 17D.
Es necesario entender que esa política se monta ya sobre otra lógica, la del diálogo y la negociación, que no excluye la presión, la confrontación ideológica o la coacción, pero articulándolas de manera distinta. La prensa en la isla repite sin descanso que EEUU no ha renunciado a sus objetivos, remachándoles a los cubanos una verdad obvia: no deben confiarse de ese poderoso vecino, que sigue tan imperialista como siempre, y solo ha “cambiado los medios”. Ahora bien, si se examina detenidamente esto de “los medios” cambiados, la nueva política contiene implicaciones de mayor escala.
En efecto, como alternativa a medio siglo de fuerza bruta ineficaz, la formulación estratégica del 17D se dirige a abrir una carretera que comunique con el corazón del sistema político cubano. De influir, por ejemplo, sobre los jóvenes, no tanto los grupos de hip hop (que en ninguna parte han desatado revoluciones), sino el liderazgo de los gobiernos y direcciones provinciales del Partido Comunista, las fuerzas armadas y la seguridad, la tecnocracia y las instituciones científicas, educativas, culturales. De comunicarse con la economía naciente de las reformas de Raúl Castro, no solo empleados de paladares y agromercados, sino la ancha capa de empresarios al mando del nuevo sector público, ansiosos de conseguir la eficiencia en la producción y los negocios. De alcanzar no solo a artistas y cineastas que hacen obras provocadoras, sino a los miles de comunicadores sociales y periodistas que trabajan en los medios gubernamentales, más diestros en internet de lo que se dice, quienes se quejan con razón por el poco acceso a la banda ancha y el free wifi, y hasta admiran (en casos connotados) a la CNN como modelo.
¿Se encuentra la entrada a esta carretera en manos de los disidentes, más bien opuestos en muchos casos a la política del 17D? ¿Son los socios de los congresistas cubano-americanos, famosos en EEUU por su catadura ultraconservadora, y padrinos de la disidencia en la isla, el puente entre los emprendedores cubanos de ambas orillas? ¿O las damas que dejan colgada de la brocha de la mediación a la propia iglesia católica? Por muy despistados que estén sobre la real sociedad civil y política cubanas, resulta increíble que los asesores del presidente de EEUU consideren emisarios viables para el diálogo sobre democracia y libertad en Cuba a la delegación de provocadores que descendió sobre Panamá en el entorno de la Cumbre de las Américas.
No hay que olvidar, sin embargo, que la política, en buena medida, es un extraño gran teatro. Solía decir Martí que en esa puesta en escena, lo más real es lo que no se ve. No en balde un antiguo jefe de la Sección de Intereses, en la intimidad de un informe al Departamento de Estado, comentaba que “there are few if any dissidents who have a political vision that could be applied to future governance……it is unlikely that they will play any significant role in whatever government succeeds the Castro brothers.”
No sería esta la primera vez que sus caminos, el del gobierno norteamericano y esta peculiar oposición cubana, se bifurcan. Todavía caliente la Crisis de los Misiles, Jacqueline Kennedy recibiría la bandera de la Brigada 2506, prometiéndole que se la devolvería cuando entrara triunfalmente en una “free Havana”. Más de 52 años después del discurso de Jacqueline en el estadio Orange Bowl, los descendientes de aquellos brigadistas, junto a otros cubano-americanos estimados en 300 mil el año pasado, siguen llegando a la isla–aunque no precisamente en son de guerra. Esos cubanos comunes, que se abrazan con sus primos en la Terminal 2 de La Habana, no montan en el furgón de los disidentes ni enarbolan hoy aquella bandera (guardada por los Kennedy en un almacén), sino la del retorno al país natal, a La Habana que renace poco a poco, y a una playa para el retiro, que la promesa de la normalización ha hecho flotar sobre Cuba.
La Habana, 10 de abril de 2015.
(Artículo publicado originalmente en La Vanguardia, de España)
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