Si del paquete hablamos nuevamente…
Por Jorge Ángel Hernández Pérez / Fuente CUBARTE
En los foros relacionados con el consumo cultural cubano que se han estado realizando en los últimos tiempos, el llamado“paquete semanal” ha dominado la atención, al menos desde el punto de vista de la popularidad y la alharaca.
Varios artículos en publicaciones digitales permiten avizorar qué tonos va tomando la polémica.
Me llamó la atención, meses atrás, cuando publiqué en Cubasí breves artículos sobre el tema, que los comentaristas espontáneos se polarizaran, atrincherándose, ante un inminente intento de prohibición del paquete: evidentemente, primaba un patrón de juicio que en cierto grado explica el porqué de tales reacciones.
Lo acompañaba el epítome de culpabilidad para la Televisión cubana (TV), a la que se considera responsable del alcance de este modo de distribución, irregular y por completo fuera de las gestiones culturales del sistema de instituciones cubano aunque podamos encontrar en él productos de suma calidad.
Una ojeada veloz a la parrilla de programación de la TV cubana demuestra, sin embargo, que la mayoría de los productos extranjeros que exhibe han estado en las ofertas del paquete apenas en el trimestre anterior.
Y en lo referente a series, documentales y largometrajes de ficción, la distancia temporal se estrecha con frecuencia. Por tanto, si, como se asume, el consumo masivo del paquete responde a que es aburrida la TV, debía ser igualmente aburrido ese paquete, del cual se está nutriendo más que generosamente. Sin embargo, este razonamiento apenas se aprecia en las tendencias de opinión.
Al asistir a foros especializados, me asombra una vez más descubrir tendencias que adolecen de convertir los síntomas en causas y que transforman su defensa de la no prohibición en una especie de loa al ejercicio de reproducción espontánea y, sobre todo, a las capacidades del receptor de elegir lo mejor para su gusto. Así, y como ocurre en la norma cultural de hegemonía industrial, transforman la libertad de elección en una invasiva metonimia: la parte se convierte en el todo. Y esa parte, que en nombre de la diversidad increpa, totaliza la diversa complejidad del todo. La simplificación es, en este caso, el mejor modo de compartir, sin confesarlo, el patrón de juicio de las industrias que dominan por completo el consumo cultural masivo.
Quien revise, siquiera con celeridad, las proporciones de lo que en el paquete se ofrece, descubrirá que se corresponden con lo que se emite desde la industria cultural global hoy día: mucho instrumento de manipulación banal de la sensorialidad popular y pocos casos de productos salvables. De modo que no basta con ser especialista en cuestión de audiovisuales, sino que es necesario estar debidamente informado en lo último que se produce globalmente para poder escoger lo mejor en ese terabyte de información que en el paquete se arrastra.
Por otra parte, he escuchado a los más altos dirigentes de la cultura cubana reiterar que no existe la menor intención de prohibir el paquete, sino de experimentar alternativas que eduquen y, en efecto, permitan una plena libertad de elección para escoger las distracciones. Sin embargo, en los foros en que he participado continua primando el fantasma del censor y, sobre todo, el de sospechar a priori de cualquier alternativa cuya promoción provenga del ámbito institucional.
He observado, además, otro patrón más asombroso aún, estrechamente vinculado al que, no sin demagogia paródica, supone que nuestro pueblo está perfectamente capacitado para elegir lo adecuado entre la tupida selva de la banalización comercial: se considera baldío el esfuerzo de educar el gusto de la población, pues, por lógica, cada uno consumirá libremente lo que su gusto pida. He aquí una tautología esencial que está rigiendo ciertas veredas en los foros. Los argumentos, por su parte, usurpan los reclamos de los subalternos para justificar los preceptos de las industrias hegemónicas: quién educa y quién decide qué va por el buen gusto. Se asume así que la banalización del gusto es consustancial al pueblo y que esos sistemas de reproducción de espectáculos de manipulación ideológica de la sensorialidad humana son parte de la necesidad vital del ser. No es asunto sencillo, aunque así lo parezca a muchos ojos. Sin embargo, en este punto se acoplan las ideas de validar como espontáneo el consumo masivo, falsamente espontáneo, y las que a priori desacreditan la institución cultural y su posible gestión.
Buena parte de nuestros especialistas no se libran, al menos cuando se trata de este aspecto del tema, de emplear los síntomas de caso como axiomas generales de juicio. La inferencia subjetiva que el síntoma propone, muchas veces aislado de otros síntomas igualmente válidos, se convierte en axioma conclusivo y, por esa vía, en axiología negativa. Para decirlo con exactitud: los casos de funcionarios, programadores y demás trabajadores institucionales a cargo del consumo cultural masivo, cuyo gusto e información son limitados, estrechos y hasta colonizados, se convierten, según estas perspectivas, en el patrón que el estado socialista defiende y para el cual asigna impresionantes cifras y recursos materiales y humanos. Si revisamos los gastos del servicio público en cultura de varios países del Orbe, nos asombrará la privilegiada escala en que se encuentra Cuba. Sin embargo, prima en los debates la figuración con que se acorrala la imagen del trabajo cubano a partir, en efecto, de bien escogidas metonimias. Se trata de un síntoma a través del cual debíamos aproximarnos a las causas y definir, a fin de cuentas, si como intelectuales estamos dispuestos a contrarrestar la avalancha de manipulación del gusto de las masas, o si preferimos insertarnos en los pliegues de la retribución material que ese escenario ofrece.
Ambas vías son posibles y, de hecho, se manifiestan con bastante claridad en esos foros de debate. El yugo cultural puede valer la avena deseada; la estrella de la resistencia intelectual, en pie sobre la frente, puede causar escozores y caídas. Pero la ética martiana sigue intacta, demostrando que bien puede, y debe, ingresar en la era del streaming y ayudar a fomentar los valores del consumo cultural de nuestra sociedad. Es un reto de nuestra intelectualidad que no debe convertirse en vergonzante metonimia, ni simplificarse a partir de casos cuestionables, a menos que las intenciones precisas de ese intelectual se basen en la segregación cultural de nuestras masas.
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