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sábado, 31 de octubre de 2015

Las siete leguas y el gigante en América Latina. Un análisis sobre el origen, los fundamentos y la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional

Las siete leguas y el gigante en América Latina. Un análisis sobre el origen, los fundamentos y la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional

Oficinas de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, el 6 de junio de 2013. Foto: AP
Por: Milena Hernández / El artículo se nutre de los estudios sobre ciencias políticas, sociología política, psicología social y desarrollo social, esencialmente en lo relacionado al abordaje de la genealogía sociopolítica del Estado en América Latina. Aborda de manera específica el período que inaugura la aplicación de las dictaduras de seguridad nacional en el continente, explica los fundamentos de su concepción inicial, analiza de forma panorámica sus principales efectos y establece, a modo de cierre, consideraciones parciales sobre los elementos que caracterizan su instrumentalización.

«Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar a América de miserias, en nombre de la libertad».
Simón Bolívar
Fragmento de carta a Patricio Campbell, 
5 de agosto de 1829.


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I
El concepto «seguridad nacional» en el imaginario político de los Estados Unidos
En el proceso de formación de las concepciones contemporáneas sobre la «seguridad nacional» de Estados Unidos –identificable en los primeros años de la posguerra y en su ulterior desarrollo en los años 50 y 60–, desempeñan un papel importante el conjunto de tendencias y tradiciones ideológicas inherentes a la evolución del capitalismo norteamericano, y las particularidades que configuraron el sistema político de ese país. Las principales fuentes teóricas que nutren dichas concepciones no se hallan circunscriptas al período de la postguerra, ni a la gran depresión de los años 30; en su génesis está la historia misma de la formación y el desarrollo de la nación norteamericana. Estos referentes constituyen el hilo conductor que nutre la evolución del pensamiento político estadounidense, y aporta en ese sentido las bases ideológicas al enfoque de su política exterior desde las tempranas contribuciones de los «padres fundadores»[1]a la defensa de la seguridad nacional.    
Todo ello de la mano de una serie de corrientes filosóficas y sociológicas que en su conjunto contribuyen a legitimar los requerimientos expansivos de aquellos monopolios exponentes de la clase dominante norteamericana.[2] En un contexto histórico como el de la posguerra, la necesidad de presentar la defensa de la seguridad nacional de los Estados Unidos se convirtió en un aspecto imprescindible de lograr, dada la orientación hegemónica que asumió la política exterior global norteamericana. Ello se manifestó a través de su gran coeficiente ideológico anticomunista, que redujo la complejidad del sistema internacional a un enfoque bipolar: la confrontación entre los Estados Unidos y la URSS, entre el Este y el Oeste. En este sentido, algunos autores plantean que la seguridad nacional se consolidó como categoría política durante la Guerra Fría, especialmente en las zonas de influencia de Estados Unidos.[3]
Entendida como «una situación ni de paz ni de guerra, de un intenso, aunque solapado enfrentamiento entre dos Estados dirigidos por efectivas superpotencias -Estados Unidos y la Unión Soviética»-,[4] la guerra fría inaugura el proceso, mediante el cual el desarrollo de la hegemonía y el imperialismo norteamericano entra en una nueva etapa, al adquirir como país un nuevo estatus en el sistema político internacional. La condición hegemónica de los Estados Unidos se expresaba de forma integral y absoluta. El ritmo creciente que evidenciaba en el plano ideológico, político, militar y económico, bajo el pretexto de defender su seguridad nacional, legitimaba la política de contención como parte de la estrategia de seguridad y como elemento integrante de su cultura política.
La situación internacional a fines de 1940 arrojaba para el gobierno norteamericano un escenario de «peligro» ante la expansión comunista. Previendo enfrentamientos armados, el país debía desarrollar con auge la industria bélica y diseñar acciones dentro de su política exterior que le permitiesen estar a la altura de los acontecimientos. Era necesario pensar en un nuevo tipo de guerra. Así, la guerra fría fue el recurso utilizado por los Estados Unidos para aumentar las medidas de seguridad y sembrar el temor en el pueblo ante la inminencia del comunismo. Creó, desde la legitimación y el consenso, condiciones de posibilidad para imponerse en tanto potencia hegemónica a nivel mundial; carácter que no es sólo supremacía militar y económica, sino que incide en la conciencia política, social, nacional y cultural del ciudadano medio, al que el american way of live and thinking le sigue funcionando como un patrón de éxito.    
La tarea fue abordada por la administración Truman, quien se esforzó por crear, durante el período de guerra, un clima de crisis, propio de la guerra fría. La administración Truman presentó a la URSS como un rival, y por lo tanto como una amenaza inminente; estableció una situación de miedo en relación con el comunismo y con ello sustentó el establecimiento y la puesta en práctica de una política exterior agresiva, que trataba de modo intolerante tanto dentro, como fuera del país, cualquier expresión de fuerzas comunistas. Caben señalar al respecto la existencia de algunos antecedentes que a nivel teórico expresaban las percepciones estadounidenses en relación con ese «nuevo enemigo» de la paz, de la hegemonía norteamericana y de la seguridad nacional: la expansión del comunismo.[5]
En este mismo período cobraba auge el desarrollo de la doctrina de seguridad nacional en los Estados Unidos. Con posterioridad, ella se transferiría a amplias capas de oficiales latinoamericanos a través de los programas de entrenamiento e información que contemplaban los convenios de ayuda militar negociados por la diplomacia estadounidense durante la guerra de Corea. En ese escenario se rescató el uso político de la palabra «seguridad», y se elaboró el concepto «Estado de seguridad nacional» para subrayar el papel de la defensa militar y la importancia de salvaguardar la seguridad interna frente a las amenazas del comunismo, la inestabilidad del capitalismo y la capacidad destructiva de los armamentos nucleares.
A tono con esto, en el año 1945 los países del continente firmaron un conjunto de acuerdos conocido como Acta de Chapultepec. La Resolución Octava de la misma contemplaba la defensa colectiva del continente frente a la aún inconclusa guerra mundial. El «Plan Truman» de 1946, que propuso la unificación militar continental, concordaba con esa resolución. Ambas medidas fueron la antesala del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) firmado en Río de Janeiro en 1947. Este acuerdo fue clave para la unificación americana de la política militar, pues implicó la integración de las instituciones militares de América Latina a un bloque bélico cuya dirección estratégica estaba a cargo del gobierno estadounidense.
El Acta de Seguridad Nacional promulgada en Estados Unidos en 1947, fue el principal instrumento para el desarrollo de la concepción del Estado de seguridad nacional. A través de la misma se crearon el Consejo de Seguridad Nacional (NSC) y la Agencia Central de Inteligencia (CIA), instituciones que establecieron un nuevo patrón para el Estado y la sociedad, en virtud del papel hegemónico que asumía Estados Unidos en el concierto político mundial. De otra parte, la creación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) en 1948 proporcionó el piso jurídico-político para que otros organismos, como la Junta Interamericana de Defensa –creada en 1942– y el Colegio Interamericano de Defensa pudieran articularse en forma plena a la orientación estadounidense.
Como colofón de estos tratados y acuerdos, en el año 1950, el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos aprobó un importante documento conocido como NSC-68 (Memorándum 68 del Consejo de Seguridad Nacional). En él quedaba consagrado el criterio fundamental que ha presidido la estrategia internacional de los Estados Unidos: «Una derrota en cualquier parte es una derrota en todas partes».[6] Dada su vinculación institucional con el país del Norte, América Latina quedaba cobijada por lo aprobado en ese documento.

II
Revolución Cubana, política hemisférica y «seguridad nacional».
El triunfo de la Revolución cubana en enero de 1959 fue el factor decisivo para la constitución de un nuevo proyecto político autoritario en el hemisferio. Se inauguraba en América Latina la tan proclamada amenaza de instauración de un régimen socialista. El impacto del triunfo revolucionario cubano, como simbólico acontecimiento al concluir el decenio, produce una reevaluación de la política de Estados Unidos hacia América Latina, e inicia un programa de reformas y cambios radicales que incluyó una drástica modificación del Estado y de la economía.
En ese contexto, la entrada de John F. Kennedy en la Casa Blanca en enero de 1961 significó un replanteo completo de la proyección internacional de Estados Unidos. El joven mandatario pretendía reformular el papel de Estados Unidos en el mundo, y poner la nación de nuevo en movimiento («keep America moving again»).[7] Con cierta rapidez, la nueva administración dio a conocer sus verdaderas propuestas doctrinales: la nueva frontera, la respuesta flexible, la Alianza para el Progreso,[8] la nueva política para África, el gran diseño para Europa.
Si bien la nueva frontera trascendía los marcos de la noción geográfica y expresaba los nuevos desafíos que debían enfrentar los Estados Unidos en lo interno y lo externo, y en los planos económico, político, militar y científico-técnico, la respuesta flexible sí constituyó una doctrina militar y de política exterior. En esencia, la nueva doctrina planteaba que la respuesta de los Estados Unidos debía ser simétrica respecto a la agresión que debían enfrentar. Por tanto, era necesario desarrollar todos los tipos de fuerzas nucleares y convencionales para librar exitosamente lo mismo guerras limitadas que acciones de contrainsurgencia.[9] Ello implicó un aumento de las fuerzas armadas norteamericanas y manifestó la dimensión confrontacionista y militarista de la proyección internacional de la administración Kennedy, quien retomó aspectos sustanciales de la estrategia perfilada en el Documento NSC- 68 bajo el gobierno de Truman. Los hombres de lanueva frontera consideraban que la mayor amenaza que debían enfrentar los Estados Unidos era la insurgencia comunista en las regiones del Tercer Mundo. Para Washington el Tercer Mundo ofrecía un vasto escenario para el despliegue de la ofensiva mundial comunista, centrada en la subversión a través de formaciones guerrilleras que aplicaban las enseñanzas de Mao Tse Tung y de la Revolución cubana en el ejemplo concreto del foco guerrillero liderado por Che Guevara en Bolivia durante el período 1966-1967.
La doctrina de contrainsurgencia desarrollada en el marco de la respuesta flexible, implicaba hacer frente a esta nueva y mayor amenaza a través de recursos militares y, de manera particular, político-económicos. Así, en el año 1961, Kennedy creó los llamados Cuerpos de Paz, que serían integrados por jóvenes voluntarios reclutados en los mejores centros de enseñanza de Estados Unidos, para ser enviados como «asesores en técnicas civiles» a los países pobres. Ello se combinó conuna capacitación de las fuerzas armadas latinoamericanas en planes de contrainsurgencia y enfrentamiento de las organizaciones político-militares, que aplicaban el método de guerrillas inspirados en el ejemplo cubano.[10]
El entrenamiento militar de latinoamericanos en Estados Unidos y más tarde en la Zona del Canal en Panamá, contribuyó a la transferencia de la concepción norteamericana de seguridad nacional a los ejércitos de la región. Cuba se convirtió en el punto de referencia obligado de las «vanguardias revolucionarias», no solamente como modelo a seguir, sino también como centro de entrenamiento de cuadros guerrilleros. América Latina pasó a ser el campo para enfrentar la subversión, considerada en los medios castrenses como parte de la Guerra Fría. Como resultado de estos acontecimientos de impacto regional y hemisférico, América del Sur fue víctima de la variante que se gestó en los centros de poder norteamericano para aplicar las concepciones de seguridad nacional. Bajo ese telón de fondo se creó la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), cuya tesis central defendía que a partir de la seguridad del Estado se garantizaba la de la sociedad. Sin embargo, vale señalar que una de sus principales innovaciones fue considerar que para lograr ese objetivo era menester el control militar del Estado.
Si bien la DSN ubicó como principal enemigo al comunismo internacional, con epicentro en la Unión Soviética y representación regional en Cuba, entendía que era a Estados Unidos a quien correspondía combatir a esos países. De ahí que los Estados latinoamericanos debían enfrentar al enemigo interno, materializado en supuestos agentes locales del comunismo. Además de las guerrillas, el enemigo interno podía ser cualquier persona, grupo o institución nacional que tuviera ideas opuestas a las de los gobiernos militares. Así, la doctrina concebía al enemigo como una amenaza que no reconocía fronteras geográficas sino básicamente ideológicas. Esta visión de dos campos enfrentados requirió la construcción de una alteridad, de un «otro» que era considerado una amenaza para la comunidad, un peligro que debía ser combatido, aniquilado. Ese «otro» que construyó la dictadura y que buscó erradicar era «la subversión».
La categoría «subversión», vuelta sustantivo, se tornaba voluntariamente amplia, incierta, vaga y al mismo tiempo totalizadora. Esta estrategia diseminaba el terror y generaba la parálisis que impedía cualquier tipo de cuestionamiento o manifestación de conflictividad. La lógica binaria del nosotros-ellos, del amigo-enemigo, asimilada y articulada en torno a la Doctrina de Seguridad Nacional, permitió el desarrollo y la implementación de una metodología represiva basada en la creación de centros clandestinos de detención y en la figura del desaparecido.
De otra parte, la DSN le otorgaba a las fuerzas armadas de los países latinoamericanos un rol principal en la lucha contra el comunismo; llega a formar una parte importante de la ideología de las fuerzas armadas en América Latina, quienes por primera vez extienden su papel de defensores de las fronteras nacionales con la defensa contra el propio pueblo.[11] La Doctrina tomó cuerpo alrededor de una serie de principios que llevaron a considerar como manifestaciones subversivas a la mayor parte de los problemas sociales. Tales principios tuvieron diversas influencias y se propagaron y utilizaron de manera diferente en distintos lugares. Por ello no se sistematizó, aunque sí tuvo algunas manifestaciones claras, que sirven de base para definirla y entenderla.
La represión desatada no se limitó a aniquilar a las organizaciones revolucionarias que desarrollaban la lucha armada, sino que se extendió a la destrucción de los partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones sociales de izquierda y, en muchos casos, también destruyó a fuerzas políticas y sociales de centro y de derecha. A las dictaduras militares de seguridad nacional se les conoce también como dictaduras de «tercera generación», ya que constituyen un esquema diferente a las dictaduras caudillistas que surgieron como resultado de la debilidad de las recién surgidas repúblicas latinoamericanas tras la independencia de España y Portugal, y también diferente a las dictaduras creadas por el imperialismo norteamericano en América Central y el Caribe en las primeras décadas del siglo XX.
La dictadura militar de nuevo tipo, que impera en América Latina entre las décadas de 1960-1980, tiene un carácter institucional y está concebida para ejercer el poder de las armas como el único capaz de imponer en la región la reestructuración política, económica y social que el imperialismo norteamericano necesita para afianzar su sistema de dominación continental. Entre los años 1964 y 1984, casi todos los países latinoamericanos estaban gobernados por dictaduras militares. Pero, a diferencia de aquellas que representaron una continuidad del orden oligárquico construido en el siglo XIX, o de las que interrumpieron la ampliación de los derechos de los ciudadanos propuestos por los movimientos sociales, en varios países del continente las dictaduras militares que se desarrollaron a partir de la década de 1960, (en países como Brasil, Chile, Uruguay y Argentina), buscaron transformar económica y políticamente las sociedades en las cuales se produjeron.

III
La Doctrina de Seguridad Nacional en América del Sur
Según se ha planteado, el período de las dictaduras militares de seguridad nacional se inicia con el golpe de Estado de 1964 en Brasil contra el presidente Joao Goulart, y concluye en 1990 con el restablecimiento de la democracia burguesa en Chile. El análisis de esta experiencia inicial aporta luces sobre la importancia que adquirieron las formas de organización política inaugurados por el golpe brasileño, en tanto constituye una modalidad original y diferenciada en el desarrollo de las prácticas autoritarias en nuestro continente. Este modelo político cobró fuerza y tomó forma en América del Sur, al convertirse en un referente casi obligado para el acceso de los militares al poder. De esta forma se instauró el primer Estado de América Latina fundado en las concepciones de seguridad nacional. El Estado de Seguridad Nacional aparece así como una forma particular de Estado de excepción fundado en el principio de la guerra interna permanente.
En Argentina ocurrió algo similar. La dictadura del general Juan Carlos Onganía en 1966, acorde con los presupuestos de la «doctrina de seguridad nacional», disolvió el Congreso, las legislaturas provinciales y los partidos políticos argentinos. Fueron clausurados diversos órganos opositores de la prensa escrita, se prohibieron la circulación en el país de otras publicaciones latinoamericanas y la actividad política de los estudiantes. Se devaluó el peso argentino y a inicios del año 1967 se dio a conocer un nuevo plan económico. Dirigido a convertir a Argentina en exportador de productos industriales, con ello generó una ola inmensa de quiebras de empresas nacionales y extranjeras. Por otra parte, lo común de todas estas intervenciones fue que el terror era usado –con mayor o menor intensidad– como principal arma de dominación social. En Argentina, los organismos de Derechos Humanos denunciaron la existencia de 30 mil desaparecidos.
En Chile, entre 30 mil y 35 mil personas fueron víctimas del régimen pinochetista, entre las cuales hay que contar unos 28 mil que resultaron torturadas, 3 400 mujeres violadas y 3 mil asesinadas por la temible DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). En ese país, la doctrina ayudó a legitimar el golpe de 1973 que sirvió para evitar la revolución que intentaba adelantar el presidente socialista Salvador Allende. Lo que ha merecido especial interés del caso chileno reside justamente en que, por primera vez en la historia, un presidente socialista accedió al poder por las vías legalmente previstas.
El derrocamiento de Allende tuvo vastas consecuencias políticas y culturales en el continente, entre ellas, reforzar la creencia al interior de las diversas organizaciones insurgentes de izquierda que proliferaban en el continente, de que sólo por la vía armada podría garantizarse el éxito de un proyecto revolucionario. Con posterioridad al golpe efectuado el 11 de septiembre de 1973 y comandado por el general Pinochet, los militares chilenos ajustaron a su modo la Doctrina heredada de sus vecinos. En Chile, la variación principal fue la alteración progresiva del sentido corporativo, debido al fortalecimiento de una dictadura personal. Su formulación doctrinaria fue escasa y dependió, por lo menos al comienzo, de la esbozada en Argentina y Brasil.
En Uruguay, aparte de la ausencia de formulación doctrinaria y no obstante la brutalidad de la represión, la tradición civilista de la sociedad limitó la duración y la penetración social de la Doctrina. El proceso que desembocó en la implantación de un régimen autoritario reconoció también modalidades específicas. En las elecciones de 1971 se destacó la aparición de un nuevo movimiento político de izquierda: el Frente Amplio. Este pretendía provocar una cisura en un escenario político dominado por los tradicionales partidos políticos Blancos y Colorados. El triunfo de María Bordaberry del partido Colorado inició una escalada de medidas que dieron a su gobierno marcadas características autoritarias que culminaron con la disolución de las Cámaras Representativas ante la presión del Ejército. De otra parte, el golpe de 1973 encontró sus razones en la Doctrina de Seguridad Nacional y en la necesidad de enfrentar a la guerrilla urbana de los Tupamaros.
Perú es un caso particular, ya que las variaciones fueron grandes. Aunque hubo una formulación doctrinaria previa al golpe paralela a la brasileña y la argentina, ésta fue menos autoritaria y abiertamente desarrollista. El gobierno militar promovió un proyecto de cambio social que se combinó con la eliminación práctica de la ideología anticomunista. Para ello se contó con el apoyo de intelectuales de izquierda y en esa medida fue independiente de la tutela estadounidense. El organismo encargado de formular una variante desarrollista de la Doctrina fue el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM). Con su apoyo se legitimó el primer intento de golpe de la seguridad nacional en 1962, y tras su fracaso, el de 1968. Este gobierno militar acabó con el fuerte poder de la oligarquía en ese país, en contraposición con lo sucedido bajo las demás dictaduras.
En el resto de países suramericanos, y en menor grado en el Caribe, más que un desarrollo de la Doctrina de Seguridad Nacional, se adoptaron varios de los principios contenidos en la concepción norteamericana del Estado de Seguridad, en el contexto de la dominación política e incluso militar de los Estados Unidos, inclusive, donde hubo gobiernos civiles subordinados a los militares, como en Uruguay, o donde se presentaron golpes castrenses guiados por la Doctrina, como en Uruguay y en Ecuador. En este último la utilización de la Doctrina fue fragmentaria y su orientación desarrollista fue semejante a la de su vecino Perú.
El Paraguay de Stroessner es particular y ajeno a la Doctrina. Se asemeja más al tipo de dictaduras de viejo cuño, donde lo que caracterizó a Suramérica, Centroamérica y el Caribe fue el militarismo en la primera mitad del siglo, hasta comienzos de los años ochenta. Sin embargo, en la práctica asimiló principios doctrinarios que se manifestaron en su participación durante los 60 en el Plan Cóndor, junto a las dictaduras de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil y Bolivia, con el fin de exterminar a los comunistas.

IV
Consideraciones finales
Más allá de los rasgos específicos que caracterizaron la implementación de una serie de dictaduras que reorganizaron el mapa político de América Latina durante los años sesenta y setenta, cabría preguntar cuáles pudieran ser los hilos conductores, los nexos o vínculos que evidencian una concatenación de elementos comunes que en su conjunto tipifican la aplicación de la Doctrina de Seguridad Nacional.
En este sentido hay que destacar como punto neurálgico el papel protagónico que adquirieron las Fuerzas Armadas en la vida política interna de cada país, al convertirse en un actor político relevante. Recordemos que el ideal doctrinario, el núcleo del cual parte el modelo de la DSN, es la «ocupación» de las instituciones estatales a través de un golpe de Estado. Sólo así era posible desarrollar a plenitud los principios de lo que en ese momento constituía una nueva racionalidad militar. Chile y Argentina fueron los casos paradigmáticos en este sentido: las elites militares se propusieron transformar a fondo la sociedad, instaurando así una suerte de «revolución conservadora» de largos efectos en el plano político, social y económico.
De otra parte, un aspecto común en todas estas intervenciones lo constituyó el uso del terror como arma principal de dominación social. El uso del terror en Argentina, Chile y también en Uruguay llegó a puntos sin precedentes en la historia de estos países. A ello se suma otro rasgo característico de la DSN que consistió en las transformaciones socioeconómicas que se propusieron llevar adelante. Muchas de estas intervenciones militares implantaron una serie de reformas de corte neoliberal –el caso de Chile es paradigmático en ese sentido–, que algunos autores identifican con la reformulación del Estado de Bienestar. Según se consultó en la bibliografía, en casi todos los casos el modelo económico que se basaba en el consumo interno, fue cambiado por otro que colocó en la valorización financiera el patrón de acumulación principal.
Al estudiar las dictaduras debidas a esta doctrina, otros investigadores destacan su conformación en países con cierto nivel de industrialización (Argentina, Brasil), o países en los que existía cierta estabilidad histórica de las formas democráticas (Uruguay, Chile). La articulación, en torno de los gobiernos dictatoriales, de una coalición que expresó los intereses de las clases económicamente dominantes, y –según se apuntaba con anterioridad- la concepción de un proyecto de reestructuración de la sociedad sobre nuevas bases económicas y políticas. A través de ellas se buscó mantener los niveles de beneficio obtenidos por las principales empresas, y revertir los avances en materia de participación en la toma de decisiones de la mayoría de la población.  
Las dictaduras de seguridad nacional fueron la culminación de un proceso histórico en el que fue difícil consolidar las prácticas democráticas en la mayoría de los países de América Latina, por causa de las interferencias militares. En momentos de inestabilidad e incertidumbre, el golpe de Estado militar al servicio del statu quo garantizaba el mantenimiento de las relaciones de dominación y la exclusión social y política. Los militares, por considerarse los defensores de la nación por definición, creyeron necesario controlar el gobierno cuando percibieron que la seguridad nacional se hallaba amenazada. No es por casualidad que la Doctrina se desarrollara bajo la influencia política e ideológica norteamericana.
Con independencia de las características que acompañaron la singularidad de los regímenes autoritarios implantados en los países latinoamericanos durante las décadas del sesenta y setenta, si se agudiza la mirada, es posible advertir ciertos vínculos o puntos de contacto, que permiten identificar o caracterizar las dictaduras de seguridad nacional en ese período. Entre ellos cabe destacar que se trata de regímenes de larga duración y con pretensión de «institucionalizarse», utilizan el terror en una magnitud inusitada, cuentan con el apoyo -en ocasiones directo- de los Estados Unidos en el marco de la denominada Guerra Fría, y a través de ellas se decreta la muerte del Estado de Bienestar, primer paso para la implementación de las políticas neoliberales que tendrán continuidad en los países latinoamericanos durante los años ochenta y noventa.

Bibliografía
Alain Rouquié, «Dictadores, Militares y Legitimidad en América Latina», Crítica & Utopía, no. 5, (s/f), en www.escenariosalternativos,org.
Alberto Prieto, Procesos revolucionarios en América Latina, Ocean Sur, 2009.
CIHSE, El Gigante de las Siete Leguas, Editorial Capitán San Luis, 2010.
Francisco Leal Buitrago, «La doctrina de Seguridad Nacional: materialización de la Guerra Fría en América del Sur», Revista de Estudios Sociales, n.15, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, 2003.
Georgette Ramírez, «Crisis y dictaduras en América Latina. El triunfo del autoritarismo en Brasil tras la dictadura militar», Sures y Nortes, no. 1, s/f.
Luis Suárez, Un siglo de terror en América Latina. Una crónica de crímenes contra la humanidad, Ocean Sur, 2006. Luis Maira Aguirre, «El estado de seguridad nacional en América Latina», (soporte electrónico), Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Universidad de La Habana, s/f.
Roberto González, Estados Unidos: doctrinas de la guerra fría, 1947-1991, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2003.
Roberto Regalado, «La izquierda latinoamericana hoy: reforma o revolución», Opinión-La izquierda a debate, 2006.
KazuoOhgushi, «DoctrinadeSeguridadNacionaly el“NuevoProfesionalismo”delosMilitaresSudamericanos», (versión digital), Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú, 2007.

[1] George Washington, John Adams, Thomas Jeffeerson, James Madison, John Quincy Adams, Andrew Jackson, Alexander Hamilton, John Calhoun, entre otros.
[2] Entre ellas caben destacar el positivismo evolucionista desarrollado por Herber Spencer que establecía una analogía entre el organismo biológico y la sociedad humana. Las concepciones spencerianas tuvieron gran difusión en los Estados Unidos, especialmente en el período comprendido entre 1865 y 1895. A ello se suma la obra de los sociólogos norteamericanos Albion Small y William Graham Sumner quienes parten del social darwinismo para afianzar el principio del laissez faire en las condiciones del capitalismo de libre competencia. De otra parte cabe señalar la importancia que ocupó el pragmatismo como corriente filosófica en la sociedad y en la ideología norteamericana, particularmente en los trabajos de Charles Peirce, William James y John Dewey que en esencia subrayaban el valor de «lo que es útil, lo que trae el éxito, es verdadero».  
[3] Ver Francisco Leal Buitrago, «La doctrina de Seguridad Nacional: materialización de la Guerra Fría en América del Sur», Revista de Estudios Sociales, n.15, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia, 2003, pp. 74-87.
[4] Roberto González, Estados Unidos: doctrinas de la guerra fría, 1947-1991, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2003.
[5] Los antecedentes más prominentes al respecto están ubicados entre los años 1946-1947 a partir del telegrama de las ocho mil palabras enviado por George Kennan el 22 de febrero de 1946; la intervención de Winston Churchil en Missouri, el 5 de marzo del mismo año; el discurso del presidente Truman el 12 de marzo de 1947 y la exposición del entonces secretario de Estado George Marshall en la Universidad de Harvard el 5 de junio del mismo año.
[6] Luis Maira Aguirre, «El estado de seguridad nacional en América Latina», (soporte electrónico), Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Universidad de La Habana, s/f.
[7] Según se ha planteado, «keep America moving again» fue una de sus expresiones favoritas más citadas. Ver sobre ello y sobre el impacto del nuevo estilo generacional de Kennedy, Los mil días de Kennedy del autor Arthur Schlesinger.
[8] El programa de ayuda hemisférico conocido como la Alianza para el Progreso fue lanzado oficialmente en la reunión de la OEA, en Punta del Este, Uruguay, en 1961. Este concebía la transferencia de 20 millones de dólares en diez años, sobre la base de que los gobiernos del subcontinente realizaran las indispensables reformas que permitirían erradicar las causas internas que pudieran favorecer la extensión del ejemplo de la Cuba revolucionaria a otros países. En la práctica lo que sucedió fue que los fondos y recursos fueron desviándose cada vez más hacia la ayuda militar, convirtiéndose bajo el mandato de Lyndon Johnson, en un abierto programa contrarrevolucionario que diluyó los objetivos iniciales y que más bien fungió como un resorte para mantener la hegemonía de Estados Unidos en el hemisferio.  
[9] La doctrina de la respuesta flexible fue preparada desde los últimos años de la década del 50 y fue elaborada bajo el gobierno de Kennedy por su principal asesor militar y más tarde Jefe del Estado Mayor Conjunto Maswell Taylor, y por el Secretario de Defensa de Kennedy Robert McNamara, tecnócrata procedente de la Corporación Ford.
[10] La Escuela de las Américas en Panamá -que se encargó de instruir a militares y policías de América Latina en técnicas contra-insurgentes-, ha sido señalada como una organización que ha promovido las violaciones a los derechos humanos y la represión clandestina de los gobiernos autoritarios de la región.
[11] Empleando esta doctrina los Estados Unidos consiguieron unificar el accionar de las distintas dictaduras genocidas latinoamericanas, instaladas por la CIA, como la de Augusto Pinochet (en Chile), Alfredo Stroessner (en Paraguay), Jorge Rafael Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri (en Argentina, 1976-1983), Juan María Bordaberry en Uruguay, el general Banzer (en Bolivia, 1971-1978), la dinastía de los Somozas (en Nicaragua), El Salvador durante sus más sangrientos años de guerra civil y Julio César Turbay Ayala con su famoso Estatuto de Seguridad (en Colombia, 1978-1982).

FUENTE:





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