
Socialismo, la palabra angustiosa. Por Carlos Ávila Villamar
La palabra socialismo
atraviesa una crisis a nivel global: se usa para fines demasiado
disímiles, y sospecho que corre el riesgo de desdibujarse hasta el punto
de no significar nada, o casi nada, tal como ha sucedido con la palabra
democracia dentro de la izquierda estadounidense, que es más bien un
sinónimo de aquella sociedad que el hablante considera mejor. Se ha
abandonado la definición que con cierta arrogancia algunos teóricos
soviéticos consideraron la definitiva, aquella que veía el socialismo
como la abolición casi absoluta de la propiedad privada, y bajo el
embrujo de la imagen de justicia e igualdad social que hoy se tiene de
los capitalismos nórdicos, suele verse la llamada socialdemocracia como
el único modelo posible y sustentable de socialismo, se cree en la
domesticación del burgués y en la benevolencia del estado con los más
desfavorecidos. Una vez que se llega a esa idea, la de tomar lo mejor
del capitalismo y lo mejor del socialismo de corte soviético y construir
un híbrido que beneficie a todos, lo que queda es negociar el punto
intermedio, qué se toma de cada uno, y ya el mundo estará arreglado. Es
sabido, la mente humana tiende a crear oposiciones para entender mejor
la realidad, y una vez que se piensa la realidad en base a una oposición
simple, lo que queda es viajar a través la escala de grises.
Resulta muy fácil llegar
al punto donde se cree que la naturaleza del socialismo es la
eficiencia en lo social y la ineficiencia en lo económico, y luego creer
que en nuestro país la solución a la crisis es una apertura discreta al
capitalismo, que conservando los beneficios sociales diera como
consecuencia la creación de una Noruega tropical. Lo que sucede es que
hay falacias de todo tipo en esta cadena de pensamiento, y su atractiva
simplicidad puede incluso ocultar datos concretos de la realidad que la
desmienten.
Para empezar las únicas
socialdemocracias exitosas que ha conocido el mundo se han edificado
sobre la base de capitalismos altamente desarrollados, ningún
socialismo tradicional que se haya abierto a la propiedad privada (ni
siquiera la terriblemente desigual China) ha conseguido algo cercano al
milagro noruego, por lo menos hasta hoy. De hecho, entre más se abrió la
Unión Soviética a la propiedad privada durante los años ochenta, peor
le fue en sus índices macroeconómicos. Bueno, dijeron algunos, hasta que
no instauremos un verdadero capitalismo no se verá el desarrollo, es el
peso de la vieja economía socialista lo que lo dificulta. Sin embargo,
instauraron el verdadero capitalismo en 1991 y las cosas se pusieron
peor. Solo hay que esperar, dijeron, ya mejorará. Y no mejoraron: el
país literalmente tuvo que declararse en bancarrota en 1998, e incluso
con las reformas de Putin, que ha aumentado la participación estatal en
la economía, el producto interno bruto ruso es hoy inferior no solo al
chino o al japonés, sino también al alemán y al italiano. Hace cuarenta
años era el segundo más grande del mundo. Entonces replanteemos bien lo
que parecía una mera escala de grises: el avance de la propiedad privada
no solo no ha garantizado la conservación de los beneficios sociales,
tampoco ha significado necesariamente un progreso económico. Digo todo
esto porque la crítica más común al socialismo tradicional dice que la
práctica ha demostrado que no funciona. Lo justo sería agregar que la
práctica además ha demostrado que las aperturas a la propiedad privada
tampoco han funcionado para esos sistemas socialistas, y que de hecho
hasta ahora la socialdemocracia es una experiencia nórdica producto de
condiciones tremendamente específicas: si eres un país capitalista
subdesarrollado seguirás siendo un país capitalista subdesarrollado, y
las mejoras sociales que un eventual gobierno de izquierda traiga
consigo pueden desaparecer a la velocidad del relámpago.
Ahora bien, que una cosa no haya sucedido no es razón suficiente para creer que no pueda
suceder. Que no haya existido hasta hoy un socialismo tradicional capaz
de superar en desarrollo a la economía capitalista no quiere decir que
no sea posible, y para ser justos, que ningún otro país haya podido
reproducir el milagro nórdico no quiere decir que no pueda hacerse, al
menos no necesariamente.
Mi argumento a favor de
la repudiada empresa estatal se basará en un análisis rápido de las
economías más prósperas del mundo contemporáneo: no se han desarrollado
gracias a la pequeña y a la mediana empresa, sino gracias a los
monopolios. No solo una empresa se agranda a medida que se hace
eficiente, lo cual es obvio y merecerá luego algunas líneas, el gran
secreto de los monopolios es que aumentar el tamaño es una forma de
hacerse eficiente. El monopolio es la forma económica más desarrollada
que ha dado el capitalismo, y lo paradójico es que su ley de fondo (que
el tamaño pueda significar eficiencia) anuncia la posibilidad del
socialismo, la posibilidad de que un país aproveche al máximo su paisaje
económico.
Toda riqueza,
recordemos, proviene directa o indirectamente del trabajo. Podemos por
tanto mejorar nuestra vida fabricando cosas, pero es un hecho que
hacerlo de manera espontánea e individual nos mantendría en un estado
primitivísimo: los múltiples sistemas de relaciones económicas no han
sido más que múltiples modos de organizar el trabajo. En algún momento
de la humanidad la esclavitud permitió una organización más eficiente
del trabajo humano. La amenaza de muerte o tortura, nadie lo dudará,
debió ser un incentivo poderoso para trabajar, pero tenía la limitante
de que solo podía aplicarse a un porciento de la población (de lo
contrario la amenaza de alzamiento era demasiado alta), y por tanto
tendía a hacer más perezoso al otro porciento libre, que en vez de
trabajar se dedicaba a preparar guerras periódicas, con el fin de una
redistribución más favorable de los esclavos. Mejor era inventar un
sistema en el que los señores feudales, es decir, los afortunados que
por una u otra razón se habían hecho de una fuerza militar, cobraran
impuestos al resto de la gente a cambio de protección. La necesidad de
pagar impuestos, y la de comer, harían trabajar a los pobres campesinos,
pero aquel sistema de relaciones económicas necesitaba tanto la
desprotección, la pobreza de las clases más bajas, que terminó quedando
obsoleto. Incluso hasta principios del siglo xx el capitalismo
conservaba rezagos de la atrasada mentalidad feudal: el burgués prefería
la pobreza de su potencial mano de obra, para así permitir salarios más
bajos y márgenes de ganancia más altos. No fue hasta épocas muy
recientes que la burguesía descubrió que aumentando los índices de
consumo del propio proletariado terminaría vendiendo más cosas y por
tanto recibiendo ganancias más altas. Notemos cómo en el fondo el
progreso se basa en el perfeccionamiento de la gestión del trabajo
humano.
Así como las superficies
tienen un coeficiente de fricción, y entre más se alise una superficie
mejor se aprovechará el trabajo de un vehículo sobre ella (con esto
quiero decir su gasto de energía), la humanidad ha creado modos más
eficientes de que nuestro esfuerzo traiga resultados. La competencia
entre las pequeñas empresas privadas comenzó a ser disfuncional dentro
del capitalismo porque implicaba constantes bancarrotas y ruinas,
trabajo desperdiciado, y también porque en definitiva una gran empresa,
al tener control de un mayor número de factores en el proceso de
producción y distribución, al cometer menos errores, puede permitirse
mejoras tecnológicas más rápidas y por tanto el abaratamiento de los
costes productivos. Los monopolios han hecho posible que las crisis del
mundo desarrollado sean a causa de la excesiva y no de la insuficiente
producción. Ya he dicho que dentro del capitalismo de nuestros días no
solo una empresa al hacerse más eficiente tiende a agrandarse, sino que
al agrandarse tiende a hacerse más eficiente: hay un punto a partir del
cual el sistema que gestiona el trabajo gracias al interés inmediato de
acumular capital, para impulsar entonces una empresa propia, queda
obsoleto ante el nuevo, donde los individuos comprenden que es más
ventajoso escalar las poderosísimas estructuras corporativas que
intentar tontamente competir con ellas. Cada vez el emprendedor
capitalista es menos el fundador de un imperio que el funcionario de un
imperio que ya existe. Los monopolios suelen durar mucho más que las
pequeñas y medianas empresas, y de hecho cada vez es más difícil la
aparición de uno nuevo.
En los últimos años los
nuevos monopolios han surgido gracias a ese terreno casi virgen que es
la informática, cuyo uso generalizado tiene apenas unas pocas décadas de
edad. Las empresas relacionadas con la informática experimentan hoy la
competencia feroz que en otros campos ya dio como resultado a vencedores
prácticamente inamovibles, cuyos únicos movimientos suelen ser fusiones
para construir empresas todavía más grandes. Es lógico que de esa arena
(la informática) salieran gladiadores enaltecidos por los medios de
comunicación del mundo capitalista como ejemplos de emprendedores,
personas cuya visión los ha llevado al éxito en un sistema que necesita
todo el tiempo recordar sus ventajas, la máxima de que cada hombre puede
hacerse a sí mismo. En realidad, de no ser por la informática, en el
mundo ya hubiera desaparecido el mito del hombre hecho a sí mismo desde
los años noventa.
El actual sistema de
monopolios, además, no desaprovecha el deseo natural de emprender, por
el contrario: aniquila la competencia más inútil, la burda competencia
entre capitales, y se centra en la competencia entre las ideas, los
proyectos. Primitivos los tiempos del capitalismo en los que el
propietario de cada pequeña fábrica trabajaba para arruinar a la pequeña
fábrica vecina, aquellos emprendedores hoy nos parecen barbáricos
cuando se les compara con los nuevos, con los que trabajan con un
abanico impresionante de cifras y estadísticas, y planifican con
precisión cada jugada. Tienen salarios colosales, quizás excesivos, pero
a menos que compren acciones en la bolsa constituyen asalariados, es decir, su fuente de ingresos no es la propiedad, no constituyen ya exactamente capitalistas tradicionales.
El crecimiento
desmesurado del sector financiero a partir de los años ochenta ha traído
como consecuencia la separación de dos funciones que antes estaban
mucho más relacionadas en el capitalismo: la propiedad y la gestión
empresarial. Antes era común que alguien poseyera una fábrica y se
ocupara de gestionarla. Ese alguien era capitalista, es cierto, pero a
la vez estaba haciendo función de asalariado, estaba trabajando: en
primer lugar porque se ahorraba dinero, en segundo porque le permitía
vigilar el negocio en persona, cosa que entonces era muy recomendable,
producto de la escasa sofisticación de los mecanismos de control. Sin
embargo esos días ya nos parecen lejanos. El capitalista ha llegado a
una explotación pura, sin necesidad de gestión siquiera. Las empresas funcionan a la perfección sin él.
En la práctica, el
estado norteamericano podría ser hoy dueño de las acciones de todos los
grandes monopolios bajo su jurisdicción, y eso no los afectaría en nada.
De hecho el diálogo entre lo que hoy constituyen monopolios separados
probablemente permitiría gestiones más cómodas y tal vez contribuiría
evitaría las detestables crisis económicas. Los adelantos técnicos, las
innovaciones, se seguirían produciendo con igual o mayor rapidez que en
nuestros días, porque a fin de cuentas los científicos rara vez son
accionistas de la empresa para la que trabajan, y los directivos y
funcionarios que hoy compiten por las acciones del lugar donde trabajan,
una vez que se anule el propio mercado de acciones y desaparezca el
deseo de pertenecer a él, competirán entonces por los beneficios
naturales de sus puestos de trabajo, que no serán bajos en lo absoluto, y
sobre todo por el reconocimiento social y la felicidad indiscutible de
ascender en un sitio.
Entonces, hemos roto la
disyuntiva engañosa de mayor o menor apertura a la propiedad privada, en
la que tristemente se centra la mayoría de los debates en torno al
desarrollo económico en los países con gobiernos de izquierda. En la
búsqueda de ese punto imaginario se han derrochado ya demasiadas horas
que no se recuperarán jamás. La libre competencia ya ha desaparecido en
el capitalismo desarrollado, apenas se restringe al sector de la alta
cocina u otros semejantes, en los que la gente odia la impersonalidad de
las grandes cadenas de restaurantes. Y la libre competencia no ha
desaparecido por leyes, no está prohibido montar una nueva fábrica de
enlatados, simplemente ya no es rentable hacerlo, las relaciones
económicas del capitalismo se acercan a un punto de quiebre. De hecho,
en el caso norteamericano, las leyes llegado un punto ponen trabas a la
monopolización, y es esta una de las razones por las cuales la
centralización de su economía no se ha producido a un ritmo todavía más
vertiginoso. Las leyes antimonopolio en apariencia deberían tener el
apoyo de la izquierda, pero en el fondo solo están tratando de perpetuar
el modo en el que tradicionalmente funcionó la economía norteamericana
durante siglos, están demorando la posibilidad del socialismo. Está
claro, para establecer en ese país el socialismo no basta que el estado
sea dueño de las acciones de todos los monopolios norteamericanos,
numerosas reformas sociales estarían por hacerse, pero intento
restringirme al aspecto económico, para no agobiar al lector. Intento
mostrar una tensión interna en su sistema de la que pocas veces se
habla.
La gran interrogante
puede parecer por qué, si la Unión Soviética y tantos otros países
pusieron bajo un solo mando sus respectivas economías, quedaron tan
atrasadas en el aspecto económico al compararse con el capitalismo más
desarrollado. La respuesta es simple: sus economías nunca funcionaron
como monopolios, sino como una sumatoria de empresas aisladas, similares
en su funcionamiento al precario capitalismo decimonónico existente
antes del triunfo bolchevique. Observemos cómo el crecimiento económico
de la Unión Soviética comenzó a desacelerarse en la segunda mitad del
siglo xx, justo cuando terminó de consolidarse en Occidente el
capitalismo monopolista, una forma económica mucho más eficiente. Los
soviéticos nunca abandonaron el siglo diecinueve en cuanto a su gestión
económica, y recordemos que esa es una de las principales críticas que
hizo el Che a su sistema. Los soviéticos no solo no introdujeron sus
avances tecnológicos a la producción, no solo desviaron una barbaridad
de recursos al sector armamentístico, no solo desatendieron la
agricultura y la industria ligera en favor de la industria pesada: su
problema matriz estuvo en calcar las herramientas de un capitalismo que
no se había desarrollado lo suficiente, y luego tener que competir con
el capitalismo ya bien desarrollado. De haber aplicado la manera de
pensar de los nuevos monopolios occidentales, hubieran introducido sus
avances tecnológicos a la producción, no hubieran desviado tanto dinero
al sector armamentístico y definitivamente no hubieran
desatendido la agricultura y la industria ligera en favor de la
industria pesada. El monopolio piensa en un sistema de ganancias y
rentabilidad que no es malo de por sí, lo que es malo es la explotación,
que ya es diferente. Los socialismos tradicionales se basaban en una
benevolencia insustentable, puesto que se basaba en la ayuda inmediata a
la gente, y no en el crecimiento económico, no en la movilidad del
dinero. Nuestro país vio estancada su economía cuando intentó construir
monopolios de manera artificial, durante los años sesenta, y por el
contrario se desarrolló cuando retomó el verdadero monopolio que se
había creado en la isla, el azucarero. Lo que sucede es que la
experiencia ha demostrado que el mundo es demasiado cambiante como para
arriesgarlo todo en la monoproducción. Sobre el caso cubano quisiera
escribir un artículo aparte, donde además planteara soluciones
concretas.
La palabra socialismo
hoy se usa no pocas veces con miedo, superficialidad o hipocresía. He
preferido mostrar mi postura de lo que significa socialismo en el
aspecto moral en un artículo titulado «El mito del emprendedor».
Estas líneas están referidas al aspecto económico. No creo que el
silencio de Marx acerca de la transición al comunismo, así como las
críticas a los socialistas ingenuos de su época, fueran simple
casualidad. Sospecho que Marx intuyó muy bien que al sistema capitalista
le faltaba desarrollarse. No era adivino, y no podía saber lo que iban a
constituir los monopolios, ni la superproducción, ni el titánico sector
financiero, pero quizás intuyó que el punto de quiebre del sistema no
podía ser simplemente moral. Por más que nos duela, el conocimiento de
la injusticia de un sistema no basta para derrocarlo. Actualmente, a
diferencia del siglo xix, el capitalismo trata de regular sus empresas
para conservar el ápice de libre competencia que le dio origen y que lo
justifica, tal y como los monarcas empezaron a regular a los crecientes
burgueses, cuando notaron que los estaban convirtiendo en obsoletos.
Creo que desde hace décadas el socialismo constituye una opción cada vez
más viable, y no solo para el mundo desarrollado. Tal vez sea en el
mundo subdesarrollado donde su victoria se vuelva más posible, dado que
en él las contradicciones sociales capitalistas son más fuertes y esto
permite a sus pueblos hacer saltos de fe que el miedo a perder la
comodidad dificulta a los norteamericanos o a los europeos.
Publicado por: David Díaz Ríos / CubaSigueLaMarcha.blogspot.com
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