La fuerza de la moral / Graziella Pogolotti
Fidel había anunciado en 1956: «Seremos libres o mártires». La declaración pública implicaba correr muchos riesgos. Ponía en estado de máxima alerta a la dictadura que se valió de todos los medios para seguir los pasos de los revolucionarios, instalados en México para preparar la lucha armada.
Sin embargo, en tan difíciles condiciones, lo más importante era mantener viva la chispa de la esperanza encendida por el Moncada a pesar del revés sufrido. El pueblo tenía que confiar en el vínculo estrecho entre la palabra y los hechos, en la obediencia estricta al programa formulado en La historia me absolverá. Solo así el proyecto liberador podría trasponerse al escepticismo, a la incertidumbre y a las ideas arraigadas en un sentido común que afirmaba la imposibilidad de vencer a un ejército profesional dotado de entrenamiento y del suministro de armas modernas procedentes de Estados Unidos.
Los reveses fueron numerosos. El mal tiempo retrasó la llegada del Granma. Muchos expedicionarios resultaron exterminados después del desembarco. Cuando se juntaron siete fusiles renació la perspectiva del recomienzo. Pero los revolucionarios ya no estaban solos. La acción del Moncada y la prédica subsiguiente habían sembrado ideas que aglutinaron a los primeros combatientes clandestinos.
Aparentemente derrotados por las armas, la reserva moral de los insurgentes permitió remontar la áspera cuesta. Habían cumplido con la palabra empeñada. De Santiago, junto con algunos suministros, empezaron a llegar los primeros reclutas. Los rebeldes estaban instalados en una de las zonas más empobrecidas del país, donde hombres y mujeres sin edad, con rostros consumidos y pómulos salientes veían morir a sus hijos, padecían explotación extrema y sufrían los abusos del ejército de la tiranía.
En la medida de sus posibilidades, los rebeldes ofrecieron amparo, trato respetuoso y compensación adecuada por los alimentos que necesitaban. Así, con campesinos y con hombres llegados de la ciudad, se fue nutriendo la base popular del Ejército Rebelde. Después de la dispersión de Alegría de Pío, la toma del cuartel de La Plata constituyó la primera afirmación victoriosa.
Del nomadismo inicial, el contingente, todavía reducido, pasó a ocupar un territorio liberado. Los ecos de esa presencia alcanzaban todo el país. Las redes clandestinas se extendieron. Salió al aire Radio Rebelde. Era la voz de la verdad. Por encima de las interferencias de una estática pertinaz, la palabra auténtica alcanzaba una audiencia cada vez más numerosa.
Como una mancha de aceite, la influencia de la Sierra se había extendido a todo un pueblo. Al producirse la huida del tirano, la decisión de Fidel de convocar a la huelga general contuvo el intento de golpe de Estado. La Revolución contaba con las armas del Che y Camilo que avanzaban hacia la capital. Tenía también el respaldo popular sustentado en el cumplimiento de lo prometido, en el compromiso con la verdad y en la fe renacida, fuerza unitiva capaz de conjugar la voluntad de todos en el empeño por construir una nación independiente y soberana.
En medio de la euforia del triunfo, realización de lo que hasta entonces había sido inimaginable, no hubo lugar para siembra de falsas ilusiones. Nos quedaba por delante lo más difícil, advirtió Fidel. Cumplir el programa de justicia social planteado en el Moncada implicaba riesgos. Había que lesionar poderosos intereses. Así ocurrió desde la promulgación de la Reforma Agraria, que entregó tierras al campesino que la trabajaba. Desde entonces, el asedio se hizo evidente a través de acciones que combinaban el sabotaje, el aliento a la contrarrevolución interna, el entrenamiento de los futuros invasores y las medidas dirigidas a doblegarnos por hambre. Se cortó el suministro de petróleo. Decidido a preservar lo conquistado, el pueblo se vistió de miliciano.
Combatió en Playa Girón y se dispuso a la inmolación en los días de la Crisis de Octubre. Durante aquellas tensas jornadas, en Cuba residió el equilibrio del mundo. En las negociaciones entre Estados Unidos y la URSS prevalecieron criterios geopolíticos. Fidel planteó ante el pueblo nuestra verdad, sintetizada en cinco puntos que mantienen plena vigencia.
Ha sido un duro tránsito de 60 años. Hemos afrontado las dificultades derivadas del aprendizaje de las vías de construcción del socialismo, a partir de un legado de subdesarrollo y coloniaje. Hemos padecido las consecuencias de cambios en el panorama internacional inimaginables hace medio siglo.
En todos los casos, la verdad ha sido nuestro mejor escudo. Así ocurrió cuando no logramos alcanzar los diez millones de toneladas de azúcar en la zafra de 1970. De la misma manera, supimos llamar a la rectificación de errores y tendencias negativas a mediados de la década de los 80.
Con audacia y franqueza notable, Fidel alertó de antemano acerca del posible derrumbe de la Unión Soviética. Hubo que acudir a lo más profundo de nuestras reservas morales para sobrevivir en tan dramática coyuntura económica. El período especial dejó cicatrices. Pero hay reservas morales latentes en el entramado esencial de la nación.
El dolor no se comparte, se multiplica, dijo Fidel alguna vez. El poder unitivo de las fuerzas morales se manifestó cuando un pueblo entero tuvo que asumir la desaparición física de su Comandante. Era la expresión de un compromiso con la historia y con la continuidad.
El debate de la Constitución propició un paréntesis reflexivo acerca de lo que somos y, sobre todo, acerca de lo que aspiramos a ser. Colocó en primer plano el tema de la legalidad socialista, que debe presidir nuestra conducta individual y colectiva. A través de la voluntad participativa, animó la vitalidad de nuestras reservas morales, potencial indispensable para limpiar las manchas que enturbian la realidad y afrontar los desafíos del momento.
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