Blog_CubaSigueLaMarcha

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miércoles, 29 de agosto de 2018

Nueva Constitución para Cuba: luces y reclamos


Nueva Constitución para Cuba: luces y reclamos. Por Luis Toledo Sande

No hacía falta anunciar que la selección del 13 de agosto para iniciar el debate masivo sobre el proyecto de nueva Constitución cubana rendiría tributo a Fidel Castro. Nacido en esa fecha de 1926, él fraguó y condujo la Revolución que desde 1959 replanteó la vida de Cuba y la puso en camino de una institucionalización que en 1976 se dio la primera carta magna concebida en el país para servir a la edificación socialista. La voluntad de homenaje al líder fundador ha estado presente en la reforma constitucional puesta en marcha, y en distintas manifestaciones del pueblo cubano al respecto.
La atmósfera de tributo animó al autor del presente texto a escribir otros artículos: El 26 de Julio y la nueva Constitución y “Cultura de la equidad, si de pueblo se trata, publicados en  Granma y enPeriódico Cubarte, respectivamente. Deben suponerse base de la motivación por la cual se le invitó a participar en la revista televisual “Buenos Días”, de Cubavisión, el pasado 31 de julio. Allí lo entrevistó, en vivo y sin cuestionario previo —la única pauta fue conversar sobre el proyecto de Constitución—, el presentador Humberto López. Sus preguntas, más bien incitaciones para el tratamiento del tema, propiciaron la charla que ahora el propio autor —sin renunciar al sesgo de la improvisación— transcribe en respuesta a la sugerencia que algunas personas le han hecho para que plasmara en un texto lo dicho ante las cámaras.
Como en cualquier tratamiento del pasado, así como del presente y del futuro de Cuba, resultó natural que el pensamiento de José Martí fuera un punto de partida para el análisis de lo que significa la Nueva constitución. La vigencia de Martí se debe, en gran medida, a que la realidad mundial de hoy, no obstante los años transcurridos, se mantiene cerca de la que él quiso transformar. Señaladamente persiste un elemento de gran influencia que él se propuso impedir, y que se consolidó contra su voluntad: la expansión del imperialismo.
En ese sentido la presencia de Martí en el mundo de hoy se debe, en gran medida, a la consumación de una tragedia. Pero también se basa en su pensamiento democrático.
Sus ideas sobre lo que Cuba necesitaba respondieron a una concepción profundamente democrática del derecho, de las leyes, y a su deseo de que el pueblo las conociera. Hablando en particular de otras realidades de nuestra América, escribió que a los abogados de su tiempo les molestaría que el pueblo conociera las leyes, porque —se glosan aquí sus palabras, no se citan textualmente— eso podía quebrantar sus intereses profesionales y económicos. Él aspiraba a una transformación profunda no solo de Cuba, y daba la bienvenida a ese aprendizaje popular, porque las leyes deben conocerlas quienes han de cumplirlas y quienes han de velar por su cumplimiento.
La Constitución sería necesaria siempre en toda sociedad moderna. En Cuba, que lleva poco más de cincuenta años en el intento de institucionalizar su legalidad de orientación socialista, resulta mucho más importante, porque ese poco más de medio siglo ha transcurrido en una historia signada por una máxima que, aunque se decía como cosa de risa, era trágica: “La ley se acata, pero no se cumple”. Para que el país se encamine por la legalidad y la civilidad, necesita leyes fuertes y, desde luego, la ley básica debe ser clara, comprensible y bien comprendida.
Y en estos tiempos la Constitución resulta particularmente necesaria. No hace falta ser demasiado zahorí ni tener especial vocación de descubridor para apreciar que Cuba sufre quiebras en la legalidad y en la civilidad. Salgamos a la calle, veamos cómo se habla, oigamos lo que se dice, veamos el comportamiento de la población y apreciaremos que, entre muchas virtudes que el pueblo cubano ha sustentado y fomentado con la Revolución, no se ha logrado a pareja altura el cultivo de una civilidad colectiva, masiva, como la que necesitamos y merecemos tener.
En ese sentido el cuerpo de leyes de la nación debe ser fundamental, y ha llegado un momento importante. A veces se hablaba de la pequeña ilegalidad, de la pequeña corrupción, y se decía: “No es el momento para combatirlas”. Pero frente eso valía preguntarse: “¿Cuándo va a ser el momento?”. Si la pequeña corrupción y las pequeñas ilegalidades no se combaten desde que surgen, desde que empiezan a manifestarse, tomarán cuerpo y minarán la sociedad en su conjunto. Así que, aunque la Constitución siempre sería necesaria, ahora lo es todavía más. Porque, además, en la sociedad se dan cambios que pueden ser muy estimulantes, o a veces sencillamente necesarios, o ineludibles, y deben estar sujetos al cumplimiento de las leyes, y no de una legalidad cualquiera, sino de una que, en el caso de Cuba, no tiene otro camino que tomarse en función de un sentido profundamente popular, en profunda identificación con los pobres de la tierra.
Cualquier cambio que se haga —y a veces serán cambios que se adoptarán por necesidad—, se ha de conservar la brújula. Esa es una de las finalidades mayores que tienen la Constitución y las personas encargadas de transformarla, de modificarla, y al final una gran responsabilidad la tiene el pueblo. No hay en el mundo gobierno o partido que puedan garantizarle a un pueblo ni la legalidad ni la libertad ni la democracia que ese pueblo merece, si él no es capaz de conquistarlas y cuidarlas.
De ahí la gran responsabilidad que tiene el pueblo cubano ante sus leyes, ante el sentido transformador que lo convoca. Si solo fuera cosa de tener una nueva Constitución por tenerla, serviría de muy poco. Porque constituciones Cuba ha tenido varias, desde la de Guáimaro, que fue un adelanto de civilidad imperfecta pero fundadora, hasta otra como la de 1940 que —salvo a la lucha generada para defenderla— no condujo a nada, o condujo a poco, porque no se aprobó en una república que fuera el contexto necesario para su aplicación. La de ahora tiene el contexto en que se puede y se debe aplicar, y es insoslayable que se aplique.
Se puede y se debe aplicar sin perder el rumbo. A quien esto escribe le gustaría que en la nueva Constitución estuviera explícitamente, al menos con un guiño, el señalamiento de que el rumbo de la estrategia cubana lo marca el ideal de construir el comunismo, aunque el mundo no llegue a lograrlo, porque el mundo puede destruirse, no ya antes de que se alcance el triunfo del comunismo, sino antes incluso de que en algún lugar el socialismo triunfe plenamente. Pero el desiderátum no se debe perder. Eso es algo que merece estar claro, porque al pueblo cubano sigue dirigiéndolo el Partido Comunista de Cuba, y a este —aunque no es un partido estrictamente proletario, sino un partido del pueblo cubano— no se le ha cambiado el nombre. Cuando en otras partes empezaron los cambios de nombres de partidos asociados al afán de construir el comunismo, tales cambios expresaron traición y abandono de los propósitos socialistas.
Si el Partido Comunista continúa dirigiendo a la sociedad cubana, la Constitución debe hacerle al menos un guiño al ideal del comunismo no solo con el nombre del Partido, y, desde luego, habrá la posibilidad de proponerlo en el debate popular. A quien esto escribe le hubiera gustado que el compañero, valiosa persona, que en el debate sobre el anteproyecto constitucional propuso que esa mención no se excluyera de la Constitución, hubiera mantenido ese criterio. Valdría la pena retomar esa propuesta.
El consenso nunca es homogéneo, es una masa bastante compleja, en la que a veces se estima necesario ceñirse a logros inmediatos alcanzables. Pero lo inmediato no debe hacernos olvidar que hemos llegado hasta aquí buscando un ideal que está mucho más allá de lo que vamos a alcanzar por ahora. Alguna vez, justificando cambios concretos que se aplicarían en Cuba, alguien le atribuyó a Martí la idea de que “la política es el arte de lo posible”. Es falso. En primer lugar, tal expresión ha sido atribuida, de Aristóteles para acá, a varios autores, pasando por Maquiavelo y otros pragmáticos.
Si Martí hubiera escrito eso, no sería un juicio martiano. Él se planteó como su deber cardinal algo que en su momento no parecía posible: impedir la expansión de los Estados Unidos. Pero de plantearse eso que parecía imposible, viene una realidad tan real como la Cuba soberana que tenemos. ¿Qué pasó con Puerto Rico? En 1895, ante la rebelión cubana contra España, Ramón Emeterio Betances expresó —aunque no se haya encontrado el texto hay indicios de que lo dijo— algo que sigue siendo una convocatoria: “¡Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan!”. Sabía necesario rebelarse no solamente contra España, sino también contra el peligro representado por los Estados Unidos. La relación entre lo posible inmediato y los grandes ideales debe regir, orientar, si no el texto de la Constitución —aunque también ese texto—, el pensamiento revolucionario en general.
La soberanía es básica. El día en que renunciemos a ella, renunciamos a Cuba. No se trata aquí de un delirio, de un prurito de querer ser independientes, de querer ser soberanos. Es que, o somos soberanos, o no somos nación. Lo otro es el peligro de que nos absorban los Estados Unidos. Y no crean los anexionistas que ellos tienen la menor posibilidad de triunfo. Dos razones fundamentales los condenan al fracaso. Una es la voluntad del pueblo cubano de continuar siendo independiente. Esta es una nación que se alzó contra el colonialismo español, que se alzó contra el imperialismo estadounidense, y mantiene su voluntad de soberanía.
La otra razón que condena al fracaso a los anexionistas es que al imperialismo no le interesa en absoluto anexarse a Cuba, como no les interesa anexarse a Puerto Rico. Colonizarlo sí les interesa, dominarlo, y algún día pudiera ser que teóricamente decreten que aceptan como estado a Puerto Rico, pero lo desprecian, como en general a los pueblos de nuestra América. Nos desprecian. Eso no es una frase de Martí, sino reconocimiento de la realidad.
Pero hay un peligro, algo que no está necesariamente condenado al fracaso, y contra lo cual es necesario combatir, y está condenado moralmente al fracaso: el anexionismo, que no se debe confundir con anexión. La anexión es inviable, pero el anexionismo es un modo de pensar y puede limitar el alcance de la independencia de Cuba y el reconocimiento propio de algunos cubanos de que Cuba puede y debe y tiene razones y capacidades más que bastantes para ser independiente. Por eso la soberanía es tan importante. No se trata de que renunciemos al internacionalismo. La contradicción actual no es entre soberanía e internacionalismo, sino entre soberanía e imperialismo. Esa es una brújula que no podemos perder. El día que la perdiéramos —y lo fundamental, la mayoría, lo distintivo del pueblo cubano no la va a perder—, estaríamos perdidos como nación.
La historia es siempre un proceso en marcha. Cuba es una realidad en brega, y, por cierto, una nación relativamente joven, porque lo son las naciones de nuestra América si se les compara, por ejemplo, con las de otras latitudes. El día en que renunciemos a la brega estaremos condenados a la parálisis, y la brega funciona también a nivel de pensamiento, no solo de la práctica. Por eso, cuando se analizaba el Preámbulo de la Constitución, algunas personas propusieron modificaciones dirigidas a precisar conceptos que deben estar muy claros, y aunque en un momento determinado pareciera que ese Preámbulo —que viene de la Constitución de 1976— era insuperable, la realidad siempre plantea necesidades de superación.
El Preámbulo es básico. No es un mero prólogo, sino la brújula de la Constitución. Un prólogo es un texto más o menos brillante, más o menos extenso, más o menos calador, que se hace para ubicar la lectura de lo que sigue, y ayudar a entenderla. El Preámbulo de la Constitución traza las normas, el camino por donde va a transitar el pensamiento de la Constitución.
Por donde debe transitar Cuba.
El consenso representa una diversidad de ideas que se conjugan para llegar a una especie de aprobación de camino. Pero es heterogéneo, como la unidad. Se habla de unidad porque hay diversidad. El consenso de que hablamos es muy diverso interiormente. La patria cubana siempre ha necesitado la unidad, y una de las causas de grandes fracasos que ha sufrido en sus luchas para emanciparse ha sido la desunión. La unidad ha sido y será fundamental, pero no vale plantearla en abstracto. Requiere sentido, orientación.
Cuando se quiere hablar de unidad en abstracto suele citarse a José Martí: “Con todos, y para el bien de todos”. Lo citaba Grau San Martín. Los politiqueros cubanos lo citaban mucho. Pero en el cuerpo del discurso que se conoce con ese título, “Con todos, y para el bien de todos”, Martí señaló a quienes se autoexcluían del todos: los que le tenían miedo a la guerra, los que propalaban el racismo, los lindoros, los olimpos de pisapapel, los alzacolas… Eran muchos los que se autoexcluían, y pudo haber señalado también, entre otros, como hizo en distintos textos, a los autonomistas y los anexionistas.
Martí trató con millonarios que ayudaron a la causa cubana, pero dejó claro que “el arca de nuestra alianza” eran los trabajadores. Quiero echar mi suerte con los pobres de la tierra, dijo, y lo hizo. No solo porque escogió ser pobre, sino porque venía de una historia en la cual los más ricos abandonaban crecientemente el proyecto emancipador. No hubo otro Céspedes, no hubo otro Agramonte. Por el camino, Fidel Castro también trataría con millonarios, pero en La historia me absolverá expresó: “Nosotros decimos pueblo, si de lucha se trata…”, para enumerar a los sectores más humildes de la población, los más necesitados de justicia y, a la larga, los más naturales aliados de ella, “el arca de nuestra alianza” de Martí.
El “con todos” va a ser siempre un desiderátum, una aspiración. De él se van a autoexcluir muchas personas. Hace poco, en otro texto el autor de quien esto escribe decía, un poco humorísticamente si se quiere, que a menos que a nuestros millonarios actuales les haya dado por leer muy bien El manifiesto comunista, “Nuestra América” y La historia me absolverá, y se decidan a trabajar por el socialismo, es muy probable que no haya que contar con ellos para construirlo. Como me decía el otro día un amigo, los millonarios que apostaron por la independencia y por la soberanía de Cuba se suicidaron como millonarios, y los de hoy se suicidaron ya como pobres, si antes lo fueron.
Dejemos ahí ese dato. No para excluir a nadie, sino porque debemos saber que no todo el mundo se va a incluir en el desiderátum de la unidad. Habrá muchos que estén aspirando, sobre todo, a defender sus intereses personales más egoístas. Con esos habrá que tratar de contar; pero, en general, vale prever que no contaremos con su apoyo, si de construir gustosa, voluntaria y conscientemente el socialismo se trata. Quien apueste ante todo por sus intereses más egoístas no aspira a la emancipación colectiva ni a la equidad. Eso debe tenerse claro, aunque el propósito sea que todos participemos. En la realidad, cada quien se encargará de autoexcluirse o incluirse. Un neoautonomista o neoanexionista —quizás le debemos quitar elneo— dijo que Martí aspiraba a totalidades imposibles. ¡No! Martí no aspiraba a totalidades de ese tipo. Él mismo enumeraba a quienes se autoexcluían de la revolución, y —repítase— recibía la colaboración de algunos millonarios, pero tenía como “el arca de nuestra alianza” a los pobres de la tierra, con quienes echó su suerte.
Eso lo mantenemos hoy, salvo que dejáramos de aspirar a construir el socialismo u olvidáramos que ese sistema, aún no construido en ningún lugar del mundo, es un propósito emancipador, justiciero, por el cual vale la pena, y la alegría, luchar. Sería una etapa transicional en la historia, y las transiciones pueden consumarse o no consumarse, y conducir o no conducir a una victoria mayor. Basta saber que, para que el socialismo se consume, el mundo tendría que seguir existiendo, y la humanidad no ha demostrado ser capaz de mantenerse viva hasta la eternidad, aunque merecería lograrlo.
Las adversidades van a estar presentes siempre. Es más, si algo debilitaría el proyecto socialista sería tal vez que desaparecieran las adversidades, porque así podríamos sentirnos desarmados o sin necesidad de armarnos. Precisamente en la unidad y lucha de contrarios, en la lucha contra las injusticias, en la búsqueda de la equidad, se fortalece el ideario socialista.
Una Constitución en sí misma no pasa de ser un texto. Si no la incorporamos al pensamiento, y al funcionamiento social, es letra muerta. La del 40 —vale reiterarlo— no triunfó porque no tuvo el entorno que hiciera posible su aplicación. La nueva Constitución, que da continuidad a la de 1976, se crea para un pueblo voluntariamente decidido a lograr que se aplique. Pero cuando decimos un pueblo decimos la mayoría de él, no podemos idealizar a ningún pueblo, todos son heterogéneos, los integran fuerzas diversas. Hay quien está por la honradez y quien está por el bandidismo, hay quien está por la equidad y quien está por el egoísmo. Pero la mayoría del heterogéneo pueblo es patriota y revolucionaria. Entiende la importancia no solo de la soberanía, sino también de la equidad, y no aspira a convertirse en millonarios.
En una charla con jóvenes, un compañero a quien aprecio mucho decía: “El capitalismo no tiene nada bueno”. Llamaba así la atención sobre el hecho de que ese sistema se basa en la injusticia. Pero los jóvenes se aterraron, porque muchas veces habían oído que se debe buscar “lo bueno del capitalismo”. Como los vi aterrados, les dije: “Yo quisiera hacer una corrección al compañero. El capitalismo tiene una sola cosa mala: los millonarios son muy pocos”. Si usted quiere capitalismo, debe saber que habrá un grupito de millonarios y muchísimos explotados, y los millonarios no están por la equidad, sino por enriquecerse. Si alguno de ellos es capaz de sacrificar su riqueza al bienestar colectivo, bienvenido sea; pero preparémonos para que frente a nuestra unidad haya sectores, fuerzas sociales que no están por la equidad y, en consecuencia, no están por el proyecto colectivo de justicia social.
Esa es una de las cosas que no debe perderse de vista en la nueva Constitución, y vale creer que la mayoría del pueblo la tiene clara. Otra cosa es la soberanía nacional. Otra más, el imperialismo. Este puede vestirse de Caperucita Roja, o tener un césar elegante, seductor, capaz de engañar a mucha gente, como Obama, a quien ahora le dicen Oblablá. Pero el imperialismo sigue siendo el mismo. Y cuando tenga un césar elegante, su elegancia no estará en función de emancipar a la humanidad, sino de que el imperialismo perdure.
Al patán Donald agradezcámosle que venga a sacudir a quienes albergaron ilusiones. Algunos hasta sirvieron de intermediarios a los intereses divulgativos de Obama en Cuba, algo que todavía está por estudiarse, porque hubo quienes disfrutaron difundir la imagen de Obama simpático, de Obama cómico. Pero si alguien se ilusionó, por si alguien se quiso confundir o sencillamente se confundió, el patán Donald vino a recordar qué es el imperio, y Cuba no puede olvidarlo, porque el imperio no empezó a tratar de apoderarse de ella después de 1959.
En 1805 el mismo Thomas Jefferson a quien, según Obama les dijo a los vietnamitas, le gustaba el arroz de Vietnam, cuando era presidente —fue el tercero de la naciente potencia del Norte— le instruyó a su secretario de Guerra que se preparase para tomar Cuba. Y la teoría de la fruta madura se acuñó en 1823, algo más de un siglo antes de que naciera Fidel. Estamos hablando, por tanto, de una contradicción esencial entre un pueblo que se planteó ser independiente y un imperio que siempre ha intentado someterlo, ni siquiera anexárselo.
Recordémosle eso, una vez más, a los anexionistas equivocados, si es que los hay de buena fe todavía —a lo mejor los hay—, para que no se confundan más. No crean que el imperio está interesado en anexarse a Cuba: intenta dominarla, como a todos los pueblos que él considera inferiores. En 1889 Martí escribió su “Vindicación de Cuba” contra difamaciones con que en la prensa estadounidense se expresaba menosprecio raigal hacia el pueblo cubano. Son algunas verdades que nadie debe olvidar. Otra es que la honradez no es un lujo, no es un adorno. La honradez forma parte de la eticidad esencial del ser humano. “Hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”, escribió Martí.
La Constitución tiene que ver con la legalidad, y si algún día entre legalidad y ética surge alguna contradicción, estará equivocada la legalidad, y habrá que replanteársela. Si la legalidad no sirve para salvaguardar la ética, no sirve para nada. Ese es un principio que debe guiarnos en nuestro funcionamiento cotidiano, en un país que —recordémoslo— viene de una historia muy larga y muy lamentable de “la ley se acata, pero no se cumple”. Y encima de esa tradición, que la Revolución se ha planteado revertir, y debe revertirla, se ha montado la pérdida de ciertos valores del respeto a la propiedad social, porque pasamos de una propiedad individual, privada, capitalista, a la propiedad colectiva, y quizás no fuimos suficientemente capaces de demostrarnos a nosotros mismos qué significa la propiedad social, que no es que no sea de nadie, sino que pertenece a todos.
Pero para que sea de todos, todos debemos cuidarla, y todos debemos ser capaces de hacerla funcionar bien, y al Estado, que es administrador, le corresponde ser capaz de demostrarle al pueblo que esa propiedad es de él, del pueblo. Cuando, digamos, en alguna reunión, en algún círculo de estudio, leo u oigo hablar del “Estado como propietario”, digo: “Si el Estado es propietario, habrá que expropiarlo, porque el propietario tiene que ser el pueblo, y el Estado tiene la misión de administrar, bien, la propiedad social”. Al Estado, al Partido, a las fuerzas políticas revolucionarias cubanas, a la educación, a las instituciones, a las organizaciones de masas, a todos nos toca fomentar la cultura de la propiedad social, para que seamos capaces de respetarla y hacerla productiva. El mito de que la propiedad social está condenada a ser ineficiente lo han fabricado y lo propagan los interesados en defender la propiedad privada.
Esas son algunas de las cosas que no debe perder de vista el pueblo cubano, y debe recordar que una Constitución es muy importante. “Un detalle en el órgano es a veces una revolución el sistema”, escribió Martí, ¡y qué clase de detalle es una Constitución, que es en sí misma una revolución, o puede serlo! Pero si no hacemos de ella una herramienta de funcionamiento, un medio para conocer nuestra realidad y transformarla, guiarla acertadamente, cuidarla, con mimo incluso, y recordar que la equidad, la honradez, la ética no son adornos, entonces ninguna constitución valdrá de nada.
Quien esto afirma, tiene también la esperanza, la convicción, la certidumbre de que el pueblo cubano —su gran mayoría— va a saber no solo aprobar la nueva Constitución, va a saber no solo discutir y opinar, sino que va a ser capaz de defenderla como garantía para salvar la equidad. La prosperidad, efectivamente, es necesaria; pero no debe confundirse con la riqueza de los millonarios, porque los millonarios son unos pocos, y habrá quienes se enriquezcan por distintos caminos. Pero no se debe perder de vista que la concentración de la propiedad conduce a la concentración de la riqueza, y a la concentración de la riqueza se llega no solamente por la concentración de la propiedad. Se llega asimismo por la concentración de la corrupción, uno de los grandes peligros que el pueblo cubano no podrá dejar de combatir nunca, salvo que ella desapareciera, y entonces habrá que impedir que resurja.
Salvemos la equidad, salvemos la unidad críticamente —una unidad no amorfa—, salvemos el sentido de soberanía y la equidad social que nos hemos planteado alcanzar y debe dar respuesta a siglos de injusticia, revertirlos. No pensemos que la justicia es fácil de construir. Fácil de construir es la injusticia. Si queríamos millonarios, si queríamos injusticia, no había que hacer ninguna revolución en Cuba. Bastaba dejarla suelta del 58 para acá, y habría seguido el camino del capitalismo. Pero ese es el camino contra el cual nos pusimos, contra el cual se puso la mayoría del pueblo cubano, con Fidel a la cabeza. Si no cuidamos el rumbo escogido, podemos perder lo más grande que ha logrado el pueblo cubano: la Revolución, con su sentido de equidad, con su sentido de honradez, y si la honradez se ha resquebrajado por aquí o por allá, pongámonos todos en función de salvarla. Eso será salvar la Revolución. (Cubarte)

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Proyecto de Constitución de la República de Cuba (PDF 3.72 MB)


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